La invención de la soledad

La invención de la soledad. Trad. M. Eugenia Ciocchini. Barcelona, Anagrama, 2012

Como si no existiera

Que las buenas cosas dicen que si no existieran habría que inventarlas, al parecer. Aquí Dios Auster en su infinita capacidad de mezclar aforismos con biografía y opiniones personales con filosofía de andar por casa, nos explica que las relaciones padres-hijos no son fáciles y que de hecho, son inescrutables.

La muerte de un padre es un palo, algo habíamos leído. La desaparición repentina impone la realidad de que un día hay vida (lapidaria primera frase del libro, léase: vamos a morir todos y lo sabéis) después ya viene todo lo demás; nimiedades como el descubrir quién era en realidad el padre de uno, a qué dedicaba su tiempo libre, de dónde brotaba su humor o la ausencia del mismo, sus amigos, sus enemigos y en su caso, el trauma escondido en la noche de los tiempos de su familia, los Auster de toda la vida.

La invención de la soledad tiene dos partes. Yo me quedo con la primera, con el Retrato de un hombre invisible, claramente, porque no entiendo por qué primero el narrador se reboza en detalles personales que nadie le ha pedido, para luego saltar a la tercera persona y ocultar identidades con nombres reducidos a una inicial y un punto a partir de la página 98, en el bloque titulado El libro de la memoria.

Así que fingiendo que no existe y que uno se la inventa, si ha de hacerlo de algún modo que sea describiendo a aquél que nunca llegó a conocer plenamente y que debe reconstruir con el recuerdo de los otros.

Que para contar lo que es un hijo frente a un padre, yo me quedo con Halfon y su Saturno. Punto.

 

 

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