La ciudad de los prodigios. Eduardo Mendoza. Barcelona: Seix Barral, 2003.
Toda una vida
Cuando se publicó La ciudad de los prodigios por primera vez yo tenía cuatro años. Creo que no identifico con seguridad ningún recuerdo de aquella época, salvo mi triciclo, mi muñeca Pepis y los sustos que mi hermano me daba al aparecer de la nada cada vez que me veía sola y mal iluminada en mitad del larguísimo pasillo de nuestra casa.
Desde entonces hasta hoy España ha vivido una Exposición Universal, un jaleo importante organizado en Sevilla en 1992, cuando yo ya contaba una década y el cual recuerdo con un poco más de precisión.
A Onofre Bouvila, protagonista de esta historia, la de Barcelona de 1888 lo sorprende repartiendo panfletos anarquistas entre los operarios y albañiles apostados en los diferentes recintos para el evento. Es el inicio de una novela que alcanza el comienzo del siglo XX con gloria y espíritu fantástico, casi mágico: prodigioso.
La ciudad de los prodigios me viene recomendada por la misma persona que La cartuja de Parma y encuentro que tanto la una como la otra son recorridos vitales de protagonistas ávidos de aventura, de riesgo y de locura, si bien la primera tiene las últimas décadas del siglo XIX español como telón de fondo y el movimiento independentista catalán como andamio fundamental y la otra el ocaso del primer Imperio francés pero se parecen, se parecen.
Desde Sin noticias de Gurb, en el colegio, yo no había vuelto a leer nada de Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) y llevaba con curiosidad por acercarme a esta novela desde los comentarios del escritor en este documental sobre el pabellón de Mies van der Rohe. Las circunstancias, a veces engrasadas con la casualidad, sencillamente encajan con el paso del tiempo.
Onofre prospera, se enreda, se hunde y hunde a los que le rodean, renace, conquista empresas y reaparece como magnate inversor en industrias desconocidas como la del cinematógrafo para llegar a 1929 y taparles la boca a todos los que una vez llegaron a conocerlo.
Brillante y sarcástica narración, una mezcla de escenarios y personajes reales con otros que ojalá lo hubieran sido, porque nuestra historia, sin duda, hubiera sido mucho más memorable de lo que lo es.
Y lo es bastante.

Gran alegría leer una entrada sobre una de mis novelas favoritas de un gran escritor como es Eduardo Mendoza, denostado en su propia tierra, que es la mía también, por el hecho de escribir en castellano. Esa es la gran tragedia de nuestro tiempo, el de los nacionalismos de todo pelaje que arrasan con todo lo que signifique libertad y diversidad.
La historia de Onofre es, efectivamente, la vida de un pillo que prospera, se hunde y vuelve a renacer. Es la fiel imagen de esa burguesía catalana que generó riqueza de manera exponencial a base de chanchullos, jugarretas y malas artes. Gente inteligente al fin y al cabo: los mismos que adoraron a Franco cuando entró triunfante en la Diagonal y ahora adoran al President de «facto» exiliado en Waterloo. Siempre al sol que más calienta.
Leeré La Cartuja de Parma, he leído tu entrada también y me ha picado la curiosidad.
Un saludo.
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Muy agradecida por tu comentario, Jaime: espero que disfrutes de La cartuja… es también prodigiosa.
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