Sinfonía Patética. Vida de Tchaikovsky. Klaus Mann. Trad. Nélida M. de Machain. Buenos Aires: Emecé, 1984.
Melancolía
«No podía pasar frente a un mendigo sin llevar la mano al bolsillo y era capaz de entregar hasta el último centavo a un amigo, a un conocido en la necesidad. Pero nada sabía del destino de las clases ni de los pueblos. Era totalmente apolítico y creía que esa completa falta de interés por lo político guardaba una lógica e inmutable relación con su actividad artística. A su juicio, los artistas estaban tan aislados de la sociedad como los delincuentes… sólo que su aislamiento se manifestaba de otra manera».
Sinfonía patética. Vida de Tchaikovsky.
Recordar al Kirsten Dunst dándose un «baño» con la luz nocturna del planeta Melancolía en una de las secuencias más bellas y, por supuesto, perturbadoras de la película de Lars von Trier (Melancholia, 2011) se vuelve una actividad recurrente para mí a lo largo de la lectura de esta obra. De acuerdo con el editor Martin Gregor-Dellin en el epílogo a esta edición, que Klaus Mann escogiera a Tchaikovsky fue una forma de contarse a sí mismo a través del compositor y recrearse en «esa torturante desconfianza ante su propia obra y su propio talento». La depresión condujo al hijo de Thomas Mann al suicidio en 1949 y la enfermedad de cólera, contraída por beber un vaso de agua contaminada, no se sabe si voluntariamente o no, condujo a la muerte de Piotr Ilich Tchaikovsky en 1893.
Ambos son casos de personalidades excepcionalmente sensibles, centradas en sí mismas y autocríticas. El talento de Tchaikovsky se vuelca sobre sí mismo en una autoexigencia dañina y cruel que lo mantiene siempre insatisfecho y que lo convierte en un personaje fascinante al cual acompañar durante la lectura de esta supuesta «biografía», aunque en realidad no sean más que unos episodios de la última etapa de su madurez, mezclados con recuerdos, pinceladas que evocan un retrato familiar sesgado; en él destaca casi exclusivamente su madre y obsesivamente su sobrino, dos figuras idealizadas en extremo que se mezclan y confunden, únicos asideros en la torturada existencia del compositor.
Escucho cada uno de los movimientos de las distintas sinfonías según a aprecen en la narración y al hacerlo me salpico de esa ola de tristeza tan atractiva, ese agujero negro melancólico que emerge de la música de Tchaikovsky. Cierto personaje en el texto describe algunas de sus piezas como lamentos encadenados de una persona que no puede parar de llorar. Efectivamente, son eso.
Llama la atención el desprecio con el que se refiere a sus propios ballets, a esas magistrales composiciones sobre las que se levanta la historia de la danza: La bella durmiente y El Cascanueces lo aburren hasta la desesperación y ambos los compone obligado, por compromiso y presionado ante la inminente fecha del estreno.
Al menos así lo recrea Klaus Mann, que en ningún momento se propone otra cosa que novelar esa etapa final de la vida del compositor, recrear sus sufrimientos, su distanciamiento de la sociedad y su concepción del amor sublime, inalcanzable y por consiguiente: jamás satisfecho y causante de un dolor profundo y crónico.
Un sentimiento patético.
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