La cámara sangrienta

La cámara sangrienta. Angela Carter. Trad. Jesús Gómez Gutiérrez. Ilustraciones de Alejandra Acosta. Madrid, Sexto Piso, 2017

El sexo (y el hambre)

Hay cosas que me cuesta comprender, que por mucho que me abra de orejas y de ojos me resisto a aceptar siguiendo mi propia lógica, me obligo a entregarme a la de los demás y en consecuencia, me pierdo.

Me sucede, a veces, con la publicidad. Tampoco es que haya profundizado mucho, pero desde la corteza del asunto, siento una terrible incomprensión: ¿con qué criterio se empaquetan temas y se colocan en la puerta de cierto perfil de consumidor, si luego, quien los compra es otro?

A lo que voy con todo esto es a que esta serie de cuentos de Angela Carter se acompaña de unas ilustraciones, en principio muy atractivas, pero que poco (o nada) se ajustan a todo lo que los textos sugieren que es mucho, muchísimo.

La cámara sangrienta me llega de rebote, porque yo la había olisqueado, me había detenido en su cubierta y en algunas de sus páginas con dibujos en rojo y negro, en sus promesas de «reescritura feminista» del folclore tradicional, pero no imaginaba tenerla en mi mesilla de noche, ni en mi bolso ni tampoco acompañándome en las cañas solitarias de los bares. Sin embargo, me hago con un ejemplar y lo devoro, le mordisqueo las páginas y tiro de sus palabras hasta arrancar el sentido y la entraña toda de aquello que cuenta.

Me gusta. Me satisface. No sabe a lo que yo creía que iba a saber. Es otra cosa.

Cuando Angela Carter cuenta el cuento de La Bella y la Bestia y lo divide entre la perspectiva de un narrador en tercera persona y la del punto de vista de la muchacha protagonista, por ejemplo, ofrece al lector el asiento del deseo, el miedo y la duda de esa Bella que tradicionalmente es contada por otros: «ven, ponte cómodo y siente lo que siente ella cuando el desgraciado borracho de su padre la vende a un monstruo semental tras una partida de cartas; vive su vida, durante unas páginas».

Lo mismo con Caperucita Roja, con la esposa de Barbazul o con el gamberro del Gato con Botas (que es macho, sí, porque se puede ser macho y hablar de las hembras con las que ese macho se relaciona, conversa, trabaja, se aparea, come, ríe y vive sus aventuras, en serio que se puede).

Todos y cada uno de los cuentos comprendidos en La cámara sangrienta hablan de sexo, aunque describan los vestidos de una joven casadera, o la melena desaliñada de una bestia, el color de los ojos de una cabra o un bosque:

«El bosque se cierra y se vuelve a cerrar como un sistema de cajas chinas, unas dentro de otras; las íntimas perspectivas del bosque cambian incesantemente alrededor de la intrusa, de la viajera imaginaria que camina hacia un horizonte inventado que retrocede perpetuamente ante mí. En el bosque es fácil perderse».

Dice, claramente.

Angela Carter juega con el cambio de sujeto en sus frases, es extraño pero no es desagradable: es confuso pero contagia esa locura de la que están poseídos sus personajes, que observan, escuchan, saborean, desean y se devoran constantemente unos a otros.

Por todo esto, no comprendo por qué esas ilustraciones, bonitas pero inapropiadas: esa especie de grabados  y collages con puntos coloreados en rojo intenso que a mí, al menos, me llevan a otro sitio, tal vez a historias góticas y sensuales, siniestras, como de vampiros enamorados y no a la bestialidad húmeda de las narraciones de Angela Carter.

Pero no tengo ni idea: sólo sé que si tengo hambre y puedo comer, como.

 

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