Me fijé una tarde en que regresaba a casa y me había parado en el portal para tratar de recordar la clave maldita que me permitiera entrar. Adosada a la puerta había una hilera de mesas, la típica terraza parisina apretujada y con los asientos pegados a la fachada, de esas pensadas para que el cliente «vea al peatón» y, a la vez, para que el peatón vea lo que éste está tomando.
Entonces me fijé: cucharillas.
Quizás fueran para revolver pero ¿quién quiere revolver una coca-cola? Tal vez para servir el refresco que acompaña al cocktail y evitar así el exceso de burbujas pero de nuevo ¿qué tipo de persona se bebe un cubata a las cuatro de la tarde?. Una vez más debía concluir que los parisinos eran gente misteriosa y me propuse investigar al respecto.
Al día siguiente María me escribió cuando estaba en la biblioteca de L’Arsenal; fue durante una de esas mañanas que quería aprovechar antes de que abriese la Médiathèque para repasar el manuscrito y corregir los cuatrocientos mil errores que tenía en él.
─Estoy por Bastille. No sé si te va bien tomar algo…
Pasábamos de las doce y media, podía decirse que se alcanzaba la hora parisina de comer para los que no habían desayunado dos croissants con medio kilo de fresones, entre los que yo me contaba.
Sí, me venía bien tomar algo por la zona. Una hora y media corrigiendo había sido suficiente por ese día.
Recogí mis bártulos y me despedí de mis coleguis de la recepción.
─Je pars définitivement.
Por algún motivo, la confirmación de que no iba a regresar parecía darles cierta satisfacción. Algo inexplicable. Otro misterio.
Caminé por el boulevard Henri IV hasta la plaza de la Bastilla, donde María me esperaba como un lagarto al sol junto a un semáforo.
Nos saludamos como si nos conociéramos de toda la vida cuando lo cierto era que, aquella, era la primera vez que nos veíamos. Habíamos hablado por Instagram, eso sí, pero aun no nos habíamos tratado en persona.
Pensamos hacia dónde caminar, el lugar en el cual sentarnos a charlar y matar esa hora extraña que para mí era temprana si me planteaban un almuerzo pero que tal vez para ella no lo fuera tanto.
Tras unos cuantos pasos errantes por el barrio acabamos sentándonos en el café junto a mi portal. No había nadie y nos pedimos un café y una infusión que pagó María porque habla francés, porque es rápida y porque fue ella quien se encargó de buscar a la camarera dentro del local.
Hablamos de muchas cosas, de su vida de periodista, de Agustín Gómez Arcos y de mi proyecto de novela pero olvidé preguntarle por el misterio de las cucharillas, quizás ella hubiera podido dar con la clave para resolverlo. Creo que ninguna de las dos tazas iba acompañada de una y eso me despistó.
Todavía le debo una invitación.