Magnífico despliegue botánico el de la ciudad de París. Espléndidos sus parques, sus jardines, sus macetas y sus floristerías.
Asistir al despertar de la primavera allí es una suerte: del frío a la brisa discreta, de la lluvia al sol de mediodía, del abrigo a la chaquetilla «por si refresca» y de los árboles pelados a los cerezos en flor: ellos siempre son los primeros.
El cerezo se adelanta y luce la gama completa de rosas y fuxias, blancos y rojizos desde el mes de marzo y París, con ellos, se vuelve también la ciudad rosada durante unas semanas.
Después todo cambia y a la celebración de la floración se unen el resto de especies vegetales con su polen, sus pistilos y toda la fanfarria. Esplendor de temporada. Festín alergoso.
Por mi parte todo bien: las alergias están más o menos acotadas al ámbito doméstico (ácaros, pelo animal, etc) y no hay gramíneas que me afecte como antaño pero ojo, no hay que despistarse y con este asunto reconozco que yo he sido la primera en caer: hay que ponerse a cubierto.
Admirar la belleza de los árboles no hace daño a nadie, tomar fotos tampoco pero mucho cuidado con los pájaros.
Plof.
Será que las aves parisinas comen queso con uvas o será que beben vino blanco, el resultado me manchó el bolso y cayó sobre mi cabeza como un proyectil. Me hizo daño y echó a perder la belleza del momento.
La primavera.
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