Duelo. Eduardo Halfon. Barcelona: Libros del Asteroide, 2017
Curanderos
Algo tienen las últimas líneas de esta segunda novela que leo de Eduardo Halfon, que me han filtrado la sangre. Como un vaso de agua tibia con limón nada más levantarme o varias bocanadas de aire procedente de la montaña suiza, así me siento: un poco mareada, más bien revuelta.
De niña mis padres me llevaron a un curandero para ver si acababa para siempre con mis continuas faringitis. Yo me senté en un taburete y él vino a frotarme el antebrazo con ungüentos y aceites que olían a los arbustos del patio de mi colegio. Se suponía que sería efectivo, que esas friegas iban a mitigar mis inflamaciones crónicas. Nada de eso. Durante años seguí con dolores de garganta, hasta que a golpe de tenazas, me extirparon las anginas y nunca, nuca más me volvieron a molestar.
Puede que algún día, cuando estoy a punto de llorar y se me agolpan las emociones en la garganta, sea cuando acuso esa ausencia en el hueco cavernoso que va más allá de mi lengua. Quizás ahí sea cuando las recuerdo: a ellas que me faltan.
Así que llego este Duelo y me parece sentir cómo me frotan el antebrazo hasta que casi me quema: es la muerte, la ausencia de un niño, de ese niño Salomón que sostiene la peripecia del narrador durante toda la historia, la que muerde y la que araña, también la que quema.
Al final, después de ese final, una frase de David Foster Wallace nos brinda otra perspectiva de la paternidad. No se la pierdan, aunque duela.
Después de esto, como siempre: se siente una mucho mejor porque ya ha pasado todo y porque todo tenía que pasar.