La pianista

La Pianista, Elfriede Jelinek; (Die Klavierspielerin, 1983) traduccion de Pablo Diener para Mondadori; Barcelona; 2004.
La Pianiste (Michael Haneke, 2002)

La náusea

¿Cómo humanizar a la bestia cuando la bestia es humana? ¿Cómo fabricar el afecto cuando la represión ha aniquilado la materia prima que es, en definitiva, el deseo?. Michael Haneke utiliza éstas y otras cuestiones semejantes para construir, en la línea de su habitual “filmografía de repulsión”, una película titulada La Pianiste.

Pero poco queda de la obra homónima de Elfriede Jelinek en este morboso e incoherente retrato de una represión. El resultado no es una adaptación para la gran pantalla, sino un producto nuevo que deforma las sutilezas y esperpentiza los rasgos (geniales por su ambivalencia) del germen literario.

El texto de Jelinek, agotadora narrativa en un muy directo estilo indirecto libre, es además brutal, sincero y desgarrador, porque hiere al lector al obligarlo a sentirse reconocido en un horror semejante: el horror de la condición humana sin medias tintas.

Erika Kohut, la pianista, es ajena al mundo, ajena a lo cotidiano; una presencia consciente y orgullosa de su elección, de la opción de permanecer marginada por una sociedad que la valora y admira por el fruto de su esfuerzo, producto que ella y su madre han fabricado a cambio de una vida: un genio. Pero la genialidad no se fabrica.

Resulta incómodo el verse uno forzado a comparar dos trabajos tan dispares, porque quizás sea en el título en lo único en lo que coinciden La Pianiste literaria y su versión cinematográfica . Si en otras ocasiones la operación se ha llevado a cabo con éxito y una pieza literaria ha servido como base argumental para una película posterior, desde luego que éste no es un buen ejemplo. No es lo mismo.

La Pianiste literaria dibuja, con violentos trazos verbales, el retrato de una dama monstruosa, un ser deformado voluntariamente para convertirse en un prodigio del arte. El libro conduce al lector por un sendero alternativo, porque lo enfrenta directamente con la bestia y le invita a leer su pensamiento (¿quién habla/narra/comunica/piensa a lo largo del texto?) pero el destino al que lo lleva no es extraño, es la más real de las verdades: la condición humana, el instinto reprimido a punto de estallar, que acaba estallando.

La película no es lo mismo. Entiendo que uno de los principales errores es quizás la elección de los actores, algo siempre delicado en este tipo de trabajos, porque los elegidos se imponen y sustituyen nada menos que a la imaginación del lector, de todos los lectores… no obstante, puede hacerse e incluso hacerse bien.

El trabajo de la diva Huppert no refleja honestamente el espíritu de la protagonista. Desde luego que es estupenda, es ella: una vez más, Isabelle Huppert en la pantalla, pero interpretando a una criatura incomprensible e irracional, no a Erika Kohut.

No es lo mismo, no. ¿Qué queda del espíritu de Thomas Mann en estos 126 minutos de incoherente perversión? Y es que en la novela de Jelinek hay algo que nos recuerda esa búsqueda de la belleza y de lo perfecto, inalcanzable, semejante a la degradación que sufre el protagonista de Muerte en Venecia. Si bien aquel escritor (compositor en la prodigiosa adaptación fílmica de Visconti) se consume y es destruido sin llegar a alcanzar el objeto de su deseo, nuestra pianista sí que llega a él y de hecho la aniquila. “Lo inmensurable, lo invalorable son para mí los criterios para acercarse al arte”, afirma Walter Klemmer.

Muerte en Venecia provoca la catarsis; La Pianiste provoca la náusea.

El arte tampoco se fabrica.

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