Un hombre del norte. Arnold Bennett, trad. Ricardo Bestué. Madrid: Belvedere, 2017
Transmedia
Ayer a media mañana me tomé un pincho de tortilla con mi amiga Laura. Los pinchos de media mañana sientan muy bien y son inspiradores, dan energía para afrontar obstáculos y alegran el estómago un ratito. Los recomiendo.
Hacía meses que no veía a mi amiga y en el ratito que nos duró el tentempié nos dio tiempo a ponernos al día de nuestros asuntos y también a reflexionar sobre el futuro que nos espera.
También sobre el pasado, porque no va a volver y porque es hora de afrontar esa realidad.
Laura escribe una tesis sobre narrativas «transmedia» y, sin tener todavía muy claro lo que es, yo le doy todo mi apoyo: las tesis doctorales lo merecen.
«Es curioso» me decía Laura, «cuando te paras a pensar en que el mundo ha cambiado tanto en tan poco tiempo: proporcionalmente, en los próximos veinte años todo puede ser radicalmente diferente de cómo es ahora… y de niñas parecía que siempre había sido igual». Ante verdades aplastantes como esa, yo le decía que lo duro (durísimo) es reconocer que nada volverá a ser como antes de que existiese internet.
Nada.
Que vemos películas de los noventa en donde la gente se llama a teléfonos fijos y toma fotografías analógicas, buscan información en archivos de bibliotecas y compran discos para escucharlos en casa y se nos hace un nudo en el estómago de nostalgia y ternura.
Sin embargo, termino de leer la primera novela de Arnold Bennett (Hanley, Reino Unido, 1867 – Londres, Reino Unido, 1931), escrita y ambientada en 1898, que narra las ilusiones y decepciones de un joven de pueblo que sueña con convertirse en escritor en la gran ciudad y el nudo se me afloja un poco.
Un hombre del norte se inspira en la vida de su autor: sus recuerdos adolescentes arman el argumento de una novela de escasas doscientas páginas que son un verdadero bálsamo para la ansiedad existencial: reconocerse en Richard Larch puede que le cueste al lector el mismo esfuerzo que zamparse un pincho de tortilla a media mañana; los anhelos del protagonista por escribir novelas y ser lo suficientemente famoso como para que las mujeres caigan rendidas a sus pies son simpáticos, alguno habrá que también viva de ilusiones semejantes, no me cabe duda, pero la autenticidad de la envidia, los celos y el amor que siente… eso es común a todos.
Richard Larch maldice a los que tienen novia porque a él lo abandonan (mujeres libres e independientes en 1898, las había) y aunque monta en cabriolés, le da la misma vergüenza que a cualquiera de nuestros contemporáneos, si la camarera con quien flirteaba antes lo vea ahora del brazo de otra chica el día que regresa a su restaurante. Él admira al señor mayor que escribe, que publica y que le recomienda lecturas, él envía artículos a las revistas y se los rechazan, él cuenta las palabras de cada jornada de trabajo en su escritorio (sin procesador de textos, ojo).
Él existe.
Él es un personaje exactamente igual que los de ayer y que los de hoy. Esperemos, Laura, que siga siéndolo dentro de veinte años.
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