Moll Flanders. Daniel Defoe. Trad. Carlos Pujol. Barcelona, Planeta, 2017
Vida y opiniones
«Sólo quisiera que la experiencia de una pobre mujer, tan hundida en el pecado, fuese un arsenal de avisos útiles para quienes me lean».
Daniel Defoe
El caballero Tristram Shandy, elocuente, pendenciero y dotado de una verborrea descontrolada contaba en su novela las mil y una disparatadas circunstancias que rodeaban una vida que, sin embargo, objetivamente podría decirse que carecía de interés. The Life and Opinions of Tristram Shandy (Laurence Sterne, 1759) cuya traducción al español fue encargada a un tierno Javier Marías de veintitrés años, en 1974, era y es uno de los grandes clásicos de la literatura inglesa. Marías, en una suerte de broma infinita a sus lectores, quiso llenarla de notas a pie de página; apuntó miles hasta completar un libro magnífico que hoy es de obligada lectura entre estudiantes de filología y para gustosos del tema anglosajón en general.
Aquí una servidora se había aferrado a Moll Flanders con sus manitas de adolescente el día en que su abuelo la retó a leer La isla del Tesoro (y esta historia la he contado en otra ocasión, por si les interesa). Si iba a leer un clásico de aventuras leería el que yo quisiera y por ese motivo me lancé a la picaresca femenina de Defoe.
Cuánto disfruté aquellas semanas con la deslenguada de Moll que robaba, se prostituía, insultaba, se casaba varias veces, repartía hijos por el mundo y volvía locos a los hombres. Luego en la carrera me enseñaron a pronunciar bien el apellido del autor (que es algo así como «deifeo») y a identificar distintos puntos de vista narrativos en Robinson Crusoe, pero nada de Moll. Si he vuelto a ella todo este tiempo después ha sido para documentarme y descubrir con espanto que a la traducción de 1981 bien le vendría un repaso.
Moll Flanders, publicada por primera vez en 1722 es, igual que había sido la del náufrago, una lección tras otra, un compendio de actividades desempeñadas «de mala manera» por una mujer de vida licenciosa que al final, se arrepiente piadosa.
Tanto aquí como en la novela de Sterne se adopta la primera persona, la que cuenta y a la vez reflexiona, un ejercicio muy práctico para el lector que desea «meterse en la piel» del protagonista, pero si Tristram se iba constantemente por los cerros de Úbeda para contar estupideces graciosas y bien hiladas, Moll en cambio la lía cada vez más y no sólo no es divertido sino que la vemos caminar irremisiblemente hacia el abismo y rozar la muerte por ahorcamiento.
Culpable ella. Mala mujer.
Me gustaría regresar a mi adolescencia, buscar a mi abuelo con la novela terminada y decirle que me ha encantado, no sabría si más que La isla del Tesoro (que nunca llegué a leer) pero mucho en cualquier caso. Le diría que ésta está también llena de aventuras pero cambiaría mi conclusión final porque, me extraña mucho lo que expresan sus páginas, creo que Moll no se arrepentiría de haber llevado esa vida que llevó: francamente, debió de divertirse bastante viviéndola, casi tanto (o más) que Tristram.
Lo que pasa es que entonces yo aún no había leído nada de Javier Marías, ni siquiera sus traducciones, eso vino más tarde.
Y esa es mi opinión.
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