La muerta enamorada

La muerta enamorada. Théophile Gautier, 1836. Trad. revisada, prólogo y notas de Luis Alberto de Cuenca

Vampira de mil amores

Paseaba yo por los catorce o quince años (con no poca incomodidad, por cierto) y descubría una encantadora novela de Andreu Martín sobre un niño al que toman por muerto y entierran tras sufrir un ataque de catalepsia. Vampiro a mi pesar (Anaya, 2000) fue escogida durante aquel verano de apatía adolescente, como resultado de la fascinación que empezaba a despertarse en mis adentros por el conde Drácula y todo lo que tenía que ver con bebedores de sangre no muertos. Me iban los misterios góticos, para qué negarlo: me interesaban los colmillos y los hijos de la noche, los que llegaban y entraban por su propia voluntad y los que debían pedir permiso y contar con el consentimiento del morador en cuestión.

No es de extrañar que siendo esos quince años míos la época en que descubrí los peligros de la noche en Transilvania y las maravillas del cine de Francis Ford Coppola adaptando la literatura clásica ad oc, a día de hoy se me haya quedado cierto poso residual en mis gustos y apetencias de lectura y que cuando un vendedor ambulante me asalta en un café de Malasaña para ofrecerme libros buenos, bonitos y baratos, me decante por el que sigue un argumento afín a la literatura de vampiros y vampiras. Así es como me hice con este hermoso ejemplar de La muerta enamorada.

Theóphile Gautier, que además es el autor del libreto en que se basa el argumento del ballet Giselle (¡oh caprichoso destino!) parece ser que recibía su inspiración para la escritura por vía directa de sus amigos los estupefacientes, una serie de sustancias a las que acudía para iluminar sus historias con ese toque mágico y misterioso que las caracteriza.

Si en el argumento de Giselle a la protagonista se la convierte en un fantasma de la comunidad de las willis días antes de su boda, porque muere de un patatús en cuanto se entera de que su prometido es un mentiroso, en esta novelita parece que se quiera castigar a un recién ordenado sacerdote, que de pronto se encapricha de una despampanante y misteriosa mujer que le pone ojillos golosos desde el otro extremo de la iglesia.

A Romuald, el protagonista de La muerta enamorada se le olvida lo que la fe divina venía a significar al hilo de los encantos de la tal Clarimonde y se pierde, en ella y con ella.

Contada en un largo flash-back, cuando el protagonista tiene más de sesenta años, la historia resulta bien curiosa y entretenida por lo mal que pinta a la lujuriosa de la hembra y lo estúpido que nos hace creer que es el pansinsal del narrador.

Si alguien lo dudaba: los vampiros no han muerto.

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