La montaña Mágica. Thomas Mann; trad. Isabel García Adánez; Barcelona; Edhasa; 2005
El fin de un viaje infinito
Y entonces, una mañana algo nublada del mes de noviembre, me senté ante el mismo libro ante el cual llevaba tres meses sentándome y lo di por concluido. Llegué a la última de sus páginas y me pareció alcanzar también la última de las oportunidades que la vida me había dado para «vivir» una novela como esa.
Porque historias como la de La montaña mágica, sólo se viven una vez y se recuerdan para siempre.
De todos los motivos que influyeron en mi decisión de escoger este libro y no otro para evadirme del frío suizo, puede que el recuerdo de mi abuelo leyéndolo haya sido el más importante, o al menos el que más me apetezca destacar.
Lo imagino sentado en su mesa camilla y fumando, con ese tic que tenía que lo obligaba mover la pierna derecha como si tuviera un pedal debajo al que tuviera que presionar unas tres veces por segundo… y leyendo. Yo lo recuerdo leyendo La montaña mágica y por eso, he pasado página a página viéndolo allí sentado y dándole a la pierna, recreando con lo que yo leía, lo que él había leído entonces, cuando yo sólo lo miraba.
Thomas Mann compuso esta historia con ánimo de que fuera breve, un relato corto que, por circunstancias que desconocemos, se le fue bastante de las manos y acabó convertido en un clásico, no precisamente breve.
Y es que las más de mil páginas que levantan este monumento literario parecen dedicadas a los lectores más cuidadosos, más detallistas, los que más rápidamente se encariñan con un personaje o con una historia. Aquí son muchos.
Pasan muchas cosas en La montaña mágica, pero si a ustedes les gusta leer no se apuren, que acabará sabiéndoles a poco.
Mi madre me habló del libro de Thomas Mann como me habla siempre de algún libro que esté leyendo, cuando se encuentra haciendo una pausa para hacer otras cosas, siempre demasiadas y que la tienen siempre muy ocupada. A ella le gustó mucho lo vivió con entusiasmo hasta el último capítulo, imagino que igual que su padre.
Porque cualquiera disfruta con las aventuras de Hans Castorp en el sanatorio para tuberculosos de Davos, la ciudad más alta de Europa, en la zona italiana de Suiza. Su personaje llega allí directamente desde Hamburgo, para visitar a un primo enfermo y a pesar de sus reticencias en aceptarse a sí mismo como uno más de entre los demás, allí se queda y allí aprende mucho (o todo) sobre la vida.
Los dos primos, sin salir de ese micromundo en que se transforma el sanatorio, pasa las estaciones del año y las rutinas del día a día sin dejar de maravillarse por algo o interrogarse por algo. Viviendo al fin y al cabo.
Mi abuelo murió de una enfermedad del pulmón hace varios años. Nunca visitó el sanatorio al que se refieren en La montaña mágica, el mismo en donde pasó una temporada Robert Louis Stevenson y la propia esposa de Thomas Mann. Ahora soy yo la que vive a 299 km de ese hotel de la foto (Berghof). Ya digo que he vivido la oportunidad de leer esa novela y que me alegro enormemente de haberla aprovechado, porque como sucede siempre con las historias «de formación de personaje» (bildungs) uno llega hasta el fondo de lo que le cuentan, no importa que sean los prolegómenos al estallido de la Primera Guerra Mundial, las descripciones de una intervención quirúrgica sobre la pleura o los mecanismos lógicos de la hermandad masónica (tan presentes en tantos sitios tan cercanos de nuestra vida cotidiana, lo creamos o no). Si a Hans Castorp le resulta tan difícil abandonar esa montaña y bajar «al mundo de los sanos», es porque la vida de verdad está allí arriba y no le queda más remedio que vivirla. Porque es imposible querer llegar al final de algo sin haberlo experimentado antes, sin haber pasado por cada arista de cada lado de todos los ángulos de la figura geométrica a la que nos enfrentamos todos: el prisma la vida.
Y entonces terminé el libro y sentí como si un hueco que tuviera bien adentro se hubiera llenado para siempre.
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