El menor espectáculo del mundo

El menor espectáculo del mundo. Félix J. Palma; Madrid; Páginas de Espuma; 2010

Pasen y no miren

Por si acaso hay alguien al otro lado de esta entrada, o más bien frente a ella, leyendo con curiosidad y esperando descubrir las opiniones que de esta antología pudiera extraer quien firma (y con pluma) estas líneas, que espere sentado porque no pienso opinar. Diré no obstante que los cuentos de Félix J. Palma deben ser leídos, los mejores y también los peores.

Hace un par de años se comentaba en este espacio la recopilación editada por Salto de Página Aquelarre y Félix J. Palma (Sanlúcar de Barrameda, 1968) iba incluído en el lote de escritores, responsables todos ellos de un compendio de narraciones oscuras y sarcásticas, de color negro y de sabor salado (como el buen jamón patrio). Su relato Los arácnidos pone los pelos de punta y además tiene su gracia.

Como ocurre con los traseros, que cada uno tiene el suyo, ya se sabe que a las opiniones les sucede cosa semejante y por eso lo que yo pueda decir será aceite de fritanga flotando en el océano de los gustos populares y poca importancia va a tener, así que me ahorro esas palabras.

Pero no voy a callar las otras: El menor espectáculo del mundo son nueve cuentos y una sola visión de la realidad, la del ilusionista que hace posible lo imposible. Se narran ficciones realistas y realidades ficticias, se describen situaciones imposibles en espacios cotidianos y se consigue que de un planteamiento angustioso pueda brotar una sonrisa, inexplicablemente y por sorpresa.

Me he reído mucho cuando uno de los relatos me ha contado que un padre, en pleno ataque de ansiedad al encontrarse atrapado en el trastero de su propia casa, comprende que no podrá ir a recoger a su pequeña, cuando ésta salga del colegio:

«La imaginé asistiendo inmóbil a la llegada de la noche, y al nacimiento de un nuevo día, y al suceder de las estaciones. La imaginé creciendo en aquellas escaleras, recibiendo la menstruación, enamorándose del mendigo de la plaza, mientras aferraba con fuerza el muñequito de plastilina, lo único que permanecía inalterable, la única prueba que tenía de que todavía era una niña cuyo padre se retrasaba más de lo normal»

[«Una palabra tuya»]

Pero también he levantado la cabeza, he mirado al infinito sin enfocar la vista y no he podido evitar pensar, durante un rato, la gran verdad que esconde esta frase, plantada en medio de otra historia («El síndrome de Karenina»):

«Al igual que existen materiales que no conducen la electricidad, hay personas que no dejan pasar la corriente del diálogo»

Y en medio de todo esto, como fruto de un patrón determinado y decididamente creado por su autor y nadie más, se intuye un estilo atractivo que da el quiebro y desorienta cuando llega a su tramo final. Son relatos que se definen a sí mismos como modestamente menores en el mundo del espectáculo, que grande lo es un rato.

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