Déjame entrar (John Ajvide Lindqvist, Madrid; Espasa; 2009/Thomas Alfredson, 2009)
Déjame oír
Si a alguien le preguntan por las abismales diferencias que separan a una obra cinematográfica de una literaria, lo más probable es que conteste algo relacionado con la sutileza de lo escrito frente a las obviedades de lo mostrado audiovisualmente. No es habitual que una película abra más puertas a la imaginación del receptor que una novela, sin embargo, algo de esto hay en la obra de John Ajvide Lindqvist y uno no puede dejar de fijarse en lo extraño que resulta, sobre todo, si se tiene en cuenta que tanto el guión de la película como la novela fueron escritas por el mismo autor. Es extraño. Es fascinante.
Si alguien se acerca a la película de Thomas Alfredson antes que a la novela, lo más probable es que se sorprenda, porque es hermosa, está llena de sutilezas poco habituales en el cine de los últimos tiempos y además, saca un partido de lo más productivo al sonido: los sonidos de Déjame entrar están ahí y funcionan de un modo espectacular en el imaginario y la sensibilidad del espectador; la información tanto explícita como eludida, viaja a través de los sonidos de la historia en paralelo al argumento mismo y funciona, con resultados más que correctos, a la hora de redondear el resultado final de la obra.
Lamentablemente, si alguien se acerca a la novela de Lindqvist, es obvio que no va a escuchar nada, pero obtendrá mucha más información de los personajes, sus motivaciones, su pasado, presente y futuro que lo que el film decide revelar al espectador. Dichas circunstancias no son necesariamente una desventaja a favor de la película, en el caso de que alguien decida comparar ambos trabajos, pero tampoco todo lo contrario: se constata una vez más, que cada soporte artístico es diferente; se confirma, por tanto, que las novelas juegan con la imaginación y las películas con lo visual… ¿o tal vez no? Porque las palabras con que Lindqvist dibuja su relato, construyen un edificio preciso y también morboso en la mente de sus lectores y, sin embargo, en cada fotograma de la película que escribió para Thomas Alfredson, casi todo se adivina y muy poco se muestra.
Alguien que se acercó a la película antes que a la novela, asegura que aquella historia de un dulce niño de doce años con problemas para hacerse respetar entre sus compañeros de escuela, que una noche conoce a su extraña nueva vecina, para más adelante identificarla con un vampiro capaz de enamorarlo y subirle su autoestima (con una ternura que sólo los niños de doce años pueden conseguir) poco tiene que ver con los escabrosos párrafos del texto editado por Espasa en nuestro país, el cual luce vergonzosamente un fotograma de la película plantado como cubierta en su cuarta edición. A saber: Incongruencias del universo editorial.
Sin embargo, opina quien esta experiencia ha vivido respecto a la obra en cuestión, que el libro merece diferentes consideraciones y en absoluto una comparación minuciosa con su correlato cinematográfico. Porque merece la pena desplazarse por lo escrito con tanto detalle y en un estilo tan particular; porque para ello, valientemente se han mezclando el género policíaco con el terror y el romance con la pornografía. A la luz ha salido nada menos que una novela, quizás inclasificable, pero más que recomendable y fascinante.