We Need to Talk About Kevin; Lynne Ramsay; 2011
Despiadada sinestesia
Cuando leí la novela en la que está basado este interesantísimo largometraje del año pasado (mis comentarios de entonces pueden leerse aquí) tuve una fiebre horrible de esas que la dejan a una aplastada contra el colchón, pensando en cosas extrañas y con fuertes dolores de cabeza. No es que me enfermara la lectura, nada de eso: es que estaba yo algo tocada del estómago y el virus fue a instalarse en mi organismo, precisamente durante los días reservados para mis vacaciones.
Entiendo que lo lógico hubiera sido sufrir los delirios febriles a consecuencia de la película y no antes de haberla visto, puesto que es una verdadera pesadilla para los sentidos, pero en mi caso las fiebres llegaron con antelación.
We Need to Talk About Kevin es un trabajo que se propone perturbar la mente y bloquear la armonía moral en que nada el inocente espectador y que consigue despertarle repugnancia, pienso yo, sin llegar a afectarlo como debiera, como en cambio sí que lo conseguía la novela.
Tenemos por una parte, una puesta en escena que está francamente bien pensada, con unos actores de lujo y una selección musical brillante. La idea de arrejuntar pedazos del presente de la narración con millones flash-backs para comunicar lo que piensa esa madre destrozada es muy práctica, pero la historia se merece un planteamiento mejor, que sólo se puede percibir a través de las páginas del libro.
En aquél, leíamos las cartas que la protagonista le envía a su marido, porque tienen que hablar ya sabemos de quién. El porqué se descubría un poco más adelante.
Es perfectamente comprensible que semejante texto sea difícil de llevar a la pantalla, pero pienso, no obstante, que hay ciertos aspectos con los que se debe ser especialmente cuidadoso y que si no se sabe cómo tratarlos, es mejor no hacer una película.
Ustedes me van a perdonar la impertinencia, pero es que en su momento leí una crítica que me cabreó sobremanera y que sin embargo ahora, después de haberla yo visto, comprendo un poco mejor. Vayamos al asunto(artículo completo aquí):
«Lo que hay en ella es psicologismo de barraca de feria alrededor de la educación y de la maldad, además de, algo imperdonable en la escritura, un inconcebible maltrato de personaje: el de la madre, que más que hundirse por los actos de una sociedad enferma, es masacrada por unos creadores despiadados, los de la película, que no parecen saber lo que es la maternidad ni por el forro, y a los que como mínimo se les podría calificar de personas despreciables»
El País (15.03.2012)
Olé tus huevos Javier Ocaña… Ya digo que entonces me subí por las paredes, rabiosa e impotente (como por otra parte, me sucede casi siempre que leo algo con lo que discrepo en cuestiones de cine y literatura) pero miren ustedes por donde, va ser que ahora me entero de qué palo vas Señor Ocaña y hasta te doy la razón. La película va de eso, pero el libro que la precede, no.
Porque no se cuestiona la maldad del hijo en ningún momento de la cinta, porque se da por hecho que este personaje al que interpreta el guapísimo Ezra Miller es un monstruo y que su madre está ahí para parirlo, educarlo y sentirse frustrada por no haber sido capaz de producir a una persona de provecho en la sociedad, sino a un tarado, culpable del peor de los delitos.
Y es que la Eva Khatchadourian de la novela de Lionel Shriver es ante todo, la narradora de su historia. Ella dispone el contenido de sus recuerdos y no lo hace para la sociedad en general, sino para la otra mitad responsable del pequeño Kevin, para su marido. Eso en la película no existe.
[Siento repetirme tanto, pero les juro que si encuentro una película que trate con respeto la subjetividad narrativa del relato original, estaré encantada de defenderla. Hasta la fecha sólo Polanski ha sido capaz de seducirme, pero sigo buscando].
Existen inesperadas superposiciones de primeros planos donde gana el color rojo sangre sobre todos los demás, existen temas musicales cursis a los que estamos acostumbrados acompañando sin embargo a imágenes violentas, agresivas, desagradables… pero falta, de ese modo implícito y no explícito que sólo puede fabricarse por un relato escrito, ese canal de comunicación entre una madre y un hijo que inexplicablemente, tiene los cables pelados y transmite mal la información, impidiendo que ella pueda quererlo a él y que él sepa que es natural quererla a ella.