Al entrar en el piso por primera vez hacia las tres de la tarde de aquel lunes 28 de febrero, lo primero que secuestró mi atención, después de los cuatro pisos sin ascensor que acabábamos de subir cargados con una maleta que haría sombra a los báules de Conchita Piquer, fueron las vistas. Cuatro balcones se asomaban a un cuadro de París, un paisaje despejado y simétrico de una avenida normal, con coches normales aparcados a ambos lados de la calzada y una cuadrícula de fachadas, ventanas y tejados alineados hacia ese punto de fuga en el infinito donde siempre parece que todo va a juntarse aunque no llegue a hacerlo. A veces, cuando la «grisalla atmosférica» de París lo permitiese, iba a poder adivinarse también la iglesia del Sacré-Coeur en lo alto de la ladera más elevada, allá a lo lejos, chiquita y blanca.
Todo eso desde las ventanas de mi casa.
No fue dificil acostumbrarse a desayunar delante de una de esas ventanas, mirando al infinito como si de un plató de una serie de televisión se tratara, como si en vez de esa imagen real de edificios, tejados y callejuelas en realidad no tuviese más que un póster o un panel verde sobre el que postproducción se encargara de tratar más adelante el decorado idílico y perfecto de un apartamento cualquiera de París.
Sorbía mi café y suspiraba organizando la jornada que tenía por delante. A veces me levantaba y cogía los prismáticos para saludar a los gatitos del café de enfrente, otras masticaba mi croissant con calma, saboreando cada capa crujiente de mantequilla tostada y fue en una de esas ocasiones cuando me fijé en la cantidad de chimeneas que tenía delante.
Se lo dije a Fran:
─¿Has visto que el tejado de la casa de enfrente está lleno de chimeneas?
─Pues sí… ¿será que a cada piso le corresponde una?
No tenía ni idea pero era bonito: todos aquellos cubitos sobresaliendo de las buhardillas, asomando por encima de las mansardas y recortando el cielo… Me recordaban a las fichas de Hotel, el legendario juego de mesa de nuestra niñez, un montón de diminutos bloques alineados con criterio irregular, dejando a veces huecos entre las casillas porque el azar así lo había dispuesto. Trataba de contarlas pero, después de muchos intentos, no fui capaz de llegar a una cifra definitiva, soy hipermétrope y tengo fijación excéntrica por lo que las hileras de figuras semejantes me bailan a lo lejos.
El primer día me llamó la atención que en la mansarda de la casa que teníamos justo delante, asomara una mujer a fumar. Apartaba la maceta y se apoyaba en el alféizar, quedaba enmarcada por ese hueco que era justo de su tamaño, perfecto para albergarla a ella y a su cigarro.
Con el transcurrir de las semanas llegamos a la conclusión de que se asomaba varias veces a lo largo del día, por la mañana y por la tarde y que, muy probablemte, su apartamento fuera uno de los que dejaban un hueco entre sí, uno de los que no tenían chimenea, tal vez porque no la necesitase.
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