Los museos en París me despertaban un profundo respeto y digo «despertaban» a propósito, empleo el pretérito imperfecto porque a día de hoy ya no lo hacen.
Hay muchos y todos son magníficos. Hay exhibiciones temporales excepcionales, curiosas, inesperadas y colecciones permanentes para arrodillarse y rezar por su grandeza y soberbia. Hay de todo y todo es espectacular, nunca diría lo contrario, el problema es, como casi siempre sucede: la gente.
Curioseo en Instagram esta mañana y mi feed me sugiere un anuncio de Louis Vuitton con Léa Seydoux paseando su belleza entre Les Nymphéas de Monet que cuelgan de las paredes de L’Orangerie y me da la risa. Recuerdo una historia…
Habíamos llegado al museo con la ilusión del fanático, con las expectativas bien altas, como a sabiendas de que el espectáculo no iba a decepcionarnos, de que los nenúfares al natural iban a ser, probablemente, lo mejor que íbamos a ver en ese año y, con total seguridad, en esa semana y sí, ahí estaban, en las salas ovaladas que lo impregnan todo de misticismo y paz mental, si no fuera por las cincuenta y siete personas a nuestro lado.
Las influencers con prendas a juego con los colores del cuadro.
Los niños que correteaban y se subían a los bancos o se bajaban de ellos, que gritaban, que molestaban.
Un letrero a la entrada de la sala propone al visitante que, en la medida de lo posible, respete la intención inicial del artista y evite elevar el tono de voz, que se trata de una sala diseñada para arrastrar al observador a la meditación, que el silencio es importante para apreciar la obra.
Tal vez el letrero debiera ser más grande o, tal vez, se trate de una petición abocada al fracaso.
Vimos los cuadros en silencio y también los comentamos, hablamos de ellos y no pasó nada pero, cuando en la sala contigua que se dedica a otro artista vi a una mujer plantada delante de una de las piezas y masticando galletas, una detrás de otra según las sacaba del bolsillo de la mochila que lleva colgando delante de su barriga, sin inmutarse, llenándolo todo de migas y de olor a galleta a su paso entonces fui yo la que quise gritar.
Y la miré pero no sirvió de nada. Era preferible seguir mirando los cuadros.
*La imagen que encabeza este texto la tomé en la MEP y no recuerdo si se trata de una fotografía de Larry Clark o de JH Engström, ambos incluidos en la muestra titulada «Love Songs. Photography and Intimacy».
Deja una respuesta