─Ven, date prisa. Nos acaban de servir un platito con un aperitivo…
─Pero ¿así de fácil? ¿Y con la primera consumicion?
─Exacto. Te esperamos, venga ¡no tardes!
No es que en París pasásemos hambre, precisamente, pero la simple idea de acompañar una bière blonde con unos chips se hacía fantasiosa y extraña. No es habitual recibir un picoteo gratuito como al que estamos acostumbrados en Madrid y toda ocasión había de celebrarse.
Ese día me encontraba con mis padres, que acababan de llegar a pasar unos días de visita, y nos habíamos alejado de su hotel para alcanzar el mercado de Les Enfants Rouges. Escogimos un bar. Pedimos nuestras bebidas. Nos sirvieron y dimos gracias al Señor por aquel bol de patatas fritas artesanas.
Dos semanas antes, en el barrio de Belleville, no habíamos disfrutado de la misma suerte.
Fue durante la presentación de un libro y mientras esperábamos a que comenzase sin despegarnos de nuestro asiento. La librería contaba con un espacio de bar/café así que pedimos un par de cervezas y todo fue bien hasta que, al lanzarnos a una segunda ronda, el camarero puso cara de circunstancias y nos dijo que no podía…
─Si pedís una segunda consumición tenés que comer algo. Verás, por ley no puedo servir alcohol si no es con comida… acá tengo unas empanadas…
Aquel fue el argumento del tipo y, ante la posibilidad de tener que abandonar el establecimiento y perdernos el evento al cual teníamos tantas ganas asistir, ordenamos una empanada. Cómo no hacerlo. Por lo visto la «brigada de las tapas» acecha en las calles París. Imaginamos a un policía oliendo alientos de clientes en los bares y multando a aquellos que habían osado beber sin comer.
Mucho cuidado.
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