Fetichistas y maniáticos los hay en todas partes. A veces pensamos que por viajar a otra ciudad o no hablar el mismo idioma podemos ahorrarnos el encuentro con perfiles de este tipo, pero no es así: gente peculiar, gente especial la hay en todas partes.
Después de la tienda de recuerdos y del intento fallido de de accedre a la exposición con el ticket del cine nos habíamos dispuesto a tomar unos buenos asientos en las primeras filas de la sala. Siempre las primeras filas, las mejores.
La sala de la Cinémathèque es gigante. Las butacas están dispuestas como una grada, de tal forma que las localidades más alejadas quedan en lo alto y las primeras, a pie de pantalla. Allí estábamos nosotros. Nadie más había llegado a media hora de iniciarse el pase y, por un momento, compartimos la emoción de sospechar que quizás nos fuéramos a quedar solos durante toda la película, que aquella, tal vez, se convertiría en una ocasión única para disfrutar una película clásica de los años veinte con todo el recinto para nosotros solos.
Naturalmente, esto no fue así y a los cinco minutos la sala comenzó a llenarse.
Para nuestro desconcierto hubo un caballero que, muy decidido, se sentó a mi lado y dejó toda la hilera de butacas a su derecha completamente vacía. Fran y yo nos miramos, aquello no tenía sentido ¿acaso aquel hombre no podía dejar un espacio libre? ¿Por qué se arrimaba? Si bien es cierto que las mascarillas habían dejado de ser obligatorias, ambos estábamos de acuerdo en que la educación y el sentido común era algo que debía mantenerse, hubiera o no restricciones ordenadas por las autoridades sanitarias a causa del Covid; pegarse a una pareja teniendo más de veinte localidades libres a tu lado era de locos.
Pero allí se quedó y nosotros también.
Finalmente la sala estaba completa. Nos alegramos de haber tenido el buen ojo de entrar los primeros para escoger nuestros sitios y de haber adquirido los pases con antelación o nos hubiéramos quedado sin ver la película.
Al apagarse las luces me llamó la atención reflejo en la butaca que tenía justo delante. Me acerqué para ver qué era y descubrí una placa metálica grabada con el nombre de ella, sin duda, la actriz más admirada y deseada por el extraño acompañante sentado a mi derecha.
No era a mí, por tanto, a quien aquel hombre quería arrimarse, al parecer quería su asiento compartido con Anna Karina.
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