Tiempo de silencio. Teatro de la Abadía. A partir de la novela de Luis Martín-Santos. Dirección Rafael Sánchez.
Fuerza bruta
Tiempo de silencio fue una de las novelas que me «cayeron» en Selectividad. Odié a Martín-Santos, sus párrafos interminables de léxico aglomerado, la grisura de su historia, todo.
Dieciocho años tenía yo. No me enteraba de nada.
Ayer fui a ver la adaptación de Tiempo de silencio para el Teatro de la Abadía hecha por Rafael Sánchez y vaya si me conmovió: tanto que reconozco alegrarme porque haya pasado el tiempo, un hecho que por el contrario, habitualmente me aterra.
Me sorprende descubrir que Rafael Sánchez (Basilea, Suiza, 1975) un ejemplo de suizo de ascendencia española desubicado en nuestras tierras que, sin embargo, accede a adaptar una pieza literaria tan «de aquí» de la mano del austriaco Eberhard Petschinka.
Luego me remueven las vísceras esos siete actores de La Abadía: Sergio Adillo, Lola Casamayor, Carmen Valverde, Fernando Soto, Lidia Otón y Julio Cortázar, porque en ese escenario sucede a menudo que los actores no abandonan el espacio, a falta de bambalinas y telón; ellos se transforman, aparecen y desaparecen sin dejar de estar ahí delante de nosotros. Adquieren la apariencia y el carácter de sus personajes, más de uno cada uno y es emocionante.
Tiempo de silencio transmite así la fuerza del texto original que yo percibí diluida a mis estúpidos dieciocho años: la miseria, la ignorancia, el conformismo, el miedo… los personajes adoptan en varias ocasiones la expresión y movimientos de animales ¿son caballos? ¿son los ratones con los que investiga el protagonista la cura que no llega para el cáncer que todo lo devora? son bestias brutas ante las que permanecemos en silencio.
Y el sexo: la mano que embrutece a esas personas del mundo de Luis Martín-Santos, que es también el nuestro, el de la España de los años cuarenta y el de nuestros días. El sexo por el cual sobreviven las divertidas y despreocupadas prostitutas, que son improvisado espacio de seguridad para un protagonista en apuros y el que por otra parte, ofrecen las cándidas vírgenes, custodiadas por madres y abuelas que no son más que depredadoras de un hombre que las rescate.
Tragarse esa frustración que asola al protagonista cuando por fin se libera de todo e hipoteca su vida para siempre, sin sueños, sin ilusión.
Y que pase el tiempo.
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