Escribir. Ensayos sobre literatura. Robert Louis Stevenson. Trad. Amelia Pérez de Villar. Madrid, Páginas de Espuma, 2013
Heroínas
«Las palabras son para comunicarse, no para juzgar. Esto es algo que cualquier hombre considerado sabe de suyo, porque sólo los tontos y los maestros incompetentes pretenden imponer la definición más allá, en el dominio de la conducta; y la mayor parte de las mujeres, que no están muy duchas en refinamientos académicos, viven como crecen los árboles: sin prestar atención a las vivencias, sin preocuparse por poner un nombre a sus actos o motivaciones».
Que no digo yo que las cuatrocientas y pico páginas de esta antología de artículos y ensayos de Robert Louis Stevenson se centren en una mofa continua y descarnada de la mujer y sus (in)capacidades de comunicación verbal, pero ahí está. Es extraño.
Leo este tomo de los ensayos reunidos por Páginas de Espuma y siento que he cruzado océanos de tiempo para encontrarme con Robert. Ay. Igual que Gary Oldman en la piel de Drácula a punto de sorberle las meninges a Winona, así mismo. Me subyugan sus reflexiones, en este caso: sobre el acto de escritura y de lectura, y el análisis de estilo de ciertos autores y obras.
Las cosas que cuenta Robert sobre el sentido del arte y su constante contradicción con el hecho de ser medio de subsistencia del artista, me conmueven. Ay Robert: qué bonito lo que dices. Qué tarde te leo, fuera del encorsetamiento de la ficción. Recuerdo Dr. Jekyll y Mr. Hyde como una novela que devoré en la playa un verano adolescente y nada más. Lo siento, sé que es terrible no haber llegado más lejos pero supongo que todo se reduce a momentos decisivos en la vida de uno. En mi caso, cuando tuve que escoger, escogí a Defoe.
Mi abuelo vino a mí con La isla del tesoro: «la mejor novela de aventuras» me había dicho. Yo le creí, pero no me apeteció. Miré un poco más entre tomo y tomo y salió Moll Flanders a mi encuentro. «Eso no te lo vas a leer, ya verás» me dijo.
El verano duraba dos meses, pensé que podía hacerlo. Desde que comencé la lectura, supe que quería hacerlo.
Y es que algo de huella siempre dejan los libros que pasan por nosotros cuando somos niños. Yo tenía casi la edad de Dolores Haze, que ya se sabe que en algunos casos, no es tan poco y esa novela de aventuras vividas por una hembra aguerrida, claramente me afecta hasta el día de hoy.
Pero ¿y si hubiese escogido a Robert, entonces? ¿Si hubiese leído La isla del tesoro como se empeñaba mi abuelo en que hiciera?
En Escribir, se recoge un artículo publicado originalmente en The Idler, en agosto de 1894. Con un sarcasmo de sarpullido en piel, Robert habla de ese «su no primer libro» que de cara a la masa informe de sus lectores, lo es porque es su primera novela y a ellos ─a sus lectores─ poco más les importa conocer. Habla también del mapa que él dibujó y los editores descartaron, del siguiente que volvió a hacer su padre y de lo poco que a él le gustó. Yo encuentro muy curiosas sus observaciones, veintiún años después de mi rechazo de su novela de aventuras, «la mejor».
Además, el autor se recrea en analizar a Alejandro Dumas y a Walt Whitman, a Edgar Allan Poe, Julio Verne, Thoreau… y señores: a Goethe a quien odia con todas su fuerzas, créanselo («no conozco a nadie a quien admire menos que a Goethe: me parece el epítome de todos los pecados del genio…» ahí, dando cera, sí señor).
Y en medio de ese batido de interesantes ideas y consejos (Robert da consejos, para jóvenes artistas, para aspirantes a escritores… Robert regala su saber, porque tiene para repartir) se le escapa entre otras, la frasecita que encabezaba esta entrada y una siente que le rompen el corazón.
Así es la vida: cuajada de decepciones.
Pero leí Moll Flanders y sigo adelante con todo.