La delicadeza. David Foenkinos; trad. Isabel González Gallarza; Barcelona Seix Barral; 2011
La sosería
Quizás la moda de las historias sencillas y sin pretensiones, la serendipia, la dulzura del día a día en el mundo de las chicas parisinas que son tan monas y que visten tan bien. No sé, imagino que hay evasiones para todos los gustos (otros prefieren la lucha por el trono en los reinos medievales, allí donde los dragones danzan y los cuervos se dan festines, vaya usted a saber). Esto de la lectura cada vez se parece más a la autoselección de los supermercados, no porque uno pueda escoger a su gusto lo que más le convence (que yo sepa, se leen libros por ese motivo desde que el hombre sabe escribirlos) sino porque el producto que se ofrece para ser adquirido, viene con descripción y componentes perfectamente indicados en la etiqueta.
No obstante, los libreros seguimos presentes por si acaso. Hay veces que surgen contraindicaciones y mejor dejarse orientar por un profesional.
Pues esto era La delicadeza, con tanto premio y tanta recomendación, resulta que el librito se me ha quedado en nada prácticamente desde el primer capítulo.
Dos chistes tiene la novela, dos chistes calzados con gracia y poco más, el resto es fondo de armario literario, si me permiten la imagen: pura tramoya sin espectáculo. El argumento se resume en una frase -pibón que enviuda y marginado que se la liga- y encuentra su sentido en el momento en que el lector decide que ese «estar sin hacer nada» que se siente mientras se pasan páginas, le merece la pena. No quiero decir con esto que las novelas que a mí me gustan, deban servir todas para «encontrarle un sentido a la existencia» (soy pedante pero no imbécil) es que la lectura de La delicadeza, más que nunca la deja a una con la sensación de haber perdido el tiempo. Es sosa y punto.
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