Claus y Lucas (Le Grand Cahier, Le Preuve, Le Troisème mensonge). Agota Kristof, trad. Ana Herrera Ferrer y Roser Berdagué Costa; El Aleph; Barcelona, 2007
Embustero mundo animal
Por casualidades de la vida, en uno de esos extraños momentos de epifanía personal, en los cuales se siente que las cosas suceden de acuerdo con un plan y un orden previos trazados por uno mismo de manera inconsciente, llego hasta Agota Kristof.
Visito la hermosa ciudad de Neuchâtel, sin saber que en los días siguientes va a invadirme la fiebre de esta autora húngara que agotó allí sus últimos días y los más de cincuenta años anteriores.
Leo la trilogía Claus y Lucas, porque me escuece la herida que me ha hecho el anuncio de la película que adapta la primera de las novelas de las cuales está compuesta, El gran cuaderno.
Respiro profundamente tras cada renglón y trago saliva cuando alcanzo el final de sus capítulos, todos ellos cuchillas oxidadas que reflejan un mundo cruel, una guerra que o te destruye o te convierte en un monstruo, que convierte en monstruos a sus protagonistas: a Claus, a Lucas, a la primera persona del plural que narra esta historia magra, parca en adornos y añadidos inútiles, seca como el hueso que ya es cadáver. Sin grasa, como ya dejó claro la autora en una entrevista para El País en 2007.
Admiro la capacidad de esta narradora para hablar de violencia y de fuerza bruta sirviéndose de una perspectiva inocente, de unos ojos que nada saben al principio de un mundo al que sin embargo, observan con odio y al que atacan para morderlo, con rabia.
Me detengo ante La prueba, en las pausas que marcan sus párrafos, sucesiones de ideas que insisten en la tragedia de la separación de dos partes que debieran ser una sola, en el absurdo de la existencia, en la mentira de la felicidad y de la esperanza. Me aplastan y me pesan, me obligan a cambiar de postura.
Encuentro que Agota Kristof escribió en una lengua que no era la suya, un idioma que aprendió cuando abandonó su país de nacimiento y empezó una nueva vida trabajando en una fábrica de relojes suizos, en Suiza. Ahora empiezo a sentirme más cómoda y creo que puedo seguir leyendo.
Me hundo en la tercera pieza de su puzzle y su retrato, en La tercera mentira y el punto final del drama que sin embargo, parece no tener fin. Así lo constata el texto, despiadado, directo al lector:
«Le digo que la vida es de una futilidad total, que no tiene sentido, es aberración, sufrimiento infinito, invento de un No-Dios cuya maldad rebasa la comprensión».
Me rindo y ella gana: me siento triste, tal vez haya pasado por una de las grandes y mejores novelas de las tres últimas décadas.