«Carta a una señorita en París». Julio Cortázar, en Bestiario. Madrid, Alfaguara, 2014.
Apelando a lo fantástico
Vuelvo de un viaje largo y tedioso, que no empezó en el momento de mi embarco al avión de una compañía low cost sino con una matrícula y una firma, hace ya ocho años.
Regreso a mi casa con la ilusión de retomar mi espacio de seguridad, que no lo constituyen ni familia ni la almohada de mi cama, sino cada una de las respiraciones que voy dando sin pensar en estudiar algo, repasar algo, anotar algo, corregir algo. Me siento bien, por fin todo ha terminado.
Me acompañan en esas últimas horas del recorrido que paso sentada en un tren suizo, los cuentos de Julio Cortázar para la antología Bestiario. Qué suerte encontrarlos en mi maleta. Qué alegría recogerlos en mi regazo y dejarme llevar por sus delirios y rarezas.
Me detengo en uno: «Carta a una señorita en París». Lo leo y lo recuerdo. Sonrío a sus páginas y sospecho que alguien pueda estar observándome desde alguno de los asientos de este vagón tan suizo y tan discreto. No me importa, no por ello voy a dejar de disfrutarlo como el primer día, en aquel primer encuentro que tuvimos durante una clase de «Teoría de los géneros literarios». Si él supiera por todo lo que he tenido que pasar hasta reencontrarlo…
Él le escribe a ella, se disculpa y justifica el desastre con delicadeza, midiendo cada palabra, describiendo lo imposible, detalle a detalle, un conejito tras otro.
Ella está viviendo en París y ha acordado con él, que disponga durante su ausencia del apartamento que tiene en Buenos Aires. Él se traslada y Sara le ayuda a hacerlo pero no puede evitar ir expulsando entre intervalos más o menos largos de tiempo, un conejito a veces blanco, otras negro y otras gris, hasta el final.
Hermoso desastre. Fantástica fabulación de un desperfecto que deviene en caos. El relato de Cortázar toma asiento en el hueco que mi mente reserva para la compasión y el consuelo, porque es ahí donde quiero que se quede estos días. Siento que me hace falta: para él es posible comunicar algo extraordinario y arrastrar a quien recibe dicha información a su propio universo mágico, volverlo cotidiano, común, tan casero como un plato de sopa o un armario ropero. Es posible y es admirable, merece ovaciones, aplausos y reconocimientos. Brilla aunque le pase el tiempo por encima, no deja aplastarse, no permite que nadie lo menosprecie.
Seguiré leyendo estos cuentos pese a que por fin he llegado a mi destino, por aquello de ver cuál va a ser el siguiente viaje que decido emprender, ahora que ya soy Doctora.
Justamente es eso lo que me a mí también me provoca Cortázar: una sonrisa cómplice con la rareza.
Y mira que es difícil.
Y gratificante.
Enhorabuena. Un abrazo.
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Muchas gracias, amigo Barbusse. Sigo disfrutando de las rarezas de este caballero.
Saludos.
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