Nunca falta nadie

Nunca falta nadie. Catherine Lacey, trad. Damià Alou. Barcelona: Alfaguara, 2016

Una en la carretera

Elyria, un nombre cuya pronunciación a mí me remite inmediatamente a jardines decadentes en la Inglaterra victoriana, pasa por un mal momento y se larga. Una premisa sencilla para una novela que no lo es en absoluto.

Nunca falta nadie arranca con la brutal acidez de Ottessa Moshfegh, una narradora en primera persona que suelta verdades como puños según se le vienen a la cabeza, sin filtro, ni compasión, ni remordimientos pero más adelante la cosa cambia. Una pena.

«… y supe que algo había mordido a esa raya venenosa, porque eso es el océano, un gran agujero lleno de cosas que se muerden unas a otras, y resulta extraño que la gente vaya a la playa y se quede mirando las olas y se sienta relajada, porque lo que están viendo en realidad no es más que el telón azul que recubre una violencia desatada, vidas devorando otras vidas, esos bocados implacables […] y me pregunté si el envés carnoso y agonizante del océano es lo que realmente quieren ver esas personas, ese pálpito feroz debajo de todas las cosas plácidas».

Esta mujer con nombre de especie botánica en extinción y que acarrea un traumita familiar a sus espaldas decide, en su tardía veintena, que lo deja todo en Nueva York y acepta la invitación de un hombre con quien ha hablado una vez para irse a vivir a una granja de Nueva Zelanda. El resto es el libro: su viaje, sus inseguridades, su falta de escrúpulos y los pensamientos que la acompañan mientras hace autostop y a mí me divierte porque entiendo ese arrebato, porque a todos nos ha pasado, nos pasa o nos pasará algo semejante, ese «¡al cuerno con todo!» que brota de la tripa, sí, porque Elyria somos todos (más bien todas, por aquello de la inseguridad ante los desconocidos, sobre todo):

«Hay un cierto tipo de mujer que advierte el terror en los demás y lo llama valentía…».

Sí, un cierto tipo de persona que no se cansa de admirar a otras personas que hacen cosas y se arriesgan a perderlo todo y que, sin moverse de su butaca de opinar, aplauden el supuesto coraje de las otras.

Un saludo.

Lástima que hacia el final de la historia, ese cabreo de Elyria hacia el mundo que la rodea se diluya y desaparezca para dar paso a otra historia mucho menos interesante, creo y desde luego, infinitamente menos divertida.

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