Algo suelto

Algo suelto

Salí de casa con la media hora exacta que necesitaba invertir en cargar la tarjeta de transporte, tomar el metro y llegar a la tienda con diez minutos de sobra para prepararlo todo antes de abrir, pero no funcionaba ninguna máquina de recarga.

«Fuera de servicio / Out of service»

Las pantallas parpadeaban con el mensaje en las cuatro máquinas dispuestas en la boca del metro. Ningún puesto de atención al viajero. Ningún empleado para ayudarme y el tiempo que pasaba inexorable y plomizo, ajeno a mis carencias y mis necesidades. Implacable.

Salí a la calle y entré por otra boca, con el miedo de ir a parar al mismo cruce de bocas infinito que las conecta a todas y sentirme absurda por ello pero tuve suerte: allí estaba el corrillo de empleados apostado delante de otras cinco máquinas con código luminoso intermitente.

─Disculpe ¿dónde puedo cargar mi tarjeta?

─Tenemos una incidencia y aquí no la puedes cargar pero viajas gratis. Si chequean tu trayecto puedes decir que te hemos autorizado.

El hombre desabrochó una cinta que cortaba el paso por uno de los tornos y me indicó que pasara con un gesto galante .

La idea de ahorrarme un viaje me puso tontorrona por unos instantes «mira tú qué bien», pensé, «los cinco minutos perdidos han merecido la pena» y al devolver las tarjetas a mi cartera me di cuenta de que no llevaba un céntimo suelto, de que ya nunca llevo dinero encima porque sólo pago con tarjeta.

Pensé que si esas máquinas rebeldes, en vez de abstenerse de funcionar, esta mañana hubieran optado por renunciar sólo a la modalidad de pago con tarjeta me hubiera visto en un brete similar, hubiera tenido que perder valiosos minutos de mi trayecto en ir hasta una cajero y retirar el dinero. Hubiera sido un problema, sí, pero en ambos casos habría (y hubo) solución.

Una vez en el vagón apareció un vendedor ambulante y comenzó a pregonar su producto. Era escritor y ofrecía sus libros por dos euros. Al oírlo me sentí mal: le hubiera comprado dos, le hubiera pagado cinco euros por uno y le habría deseado suerte para escribir el siguiente, pero no lo hice porque no llevaba nada suelto.

A lo largo de la mañana, centrada en desempeñar las tareas propias de la librera que soy olvidé lo que había sucedido en el metro. Di entrada en el sistema a unos títulos e hice la ficha de otros: novedades potentes, reposiciones, novelas y ensayos que hoy salían a la venta frescos, dispuestos para la primavera en las ferias, los eventos, las jornadas, los ciclos y demás ocasiones de reventar el mercado editorial antes del verano.

Al mediodía regresé a mi casa y para ello tomé el metro: las tres máquinas aceptaban sólo el pago con tarjeta y yo pude recargar el importe para mis siguientes viajes sin problema.

«Menos mal», pensé, «porque no llevaba nada suelto».

Luego me sentí fatal.

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