Acqua alta

Decía una vez Leonor Watling en una entrevista que uno de sus vicios confesables y más incontrolables consiste en comprarse libretas, que ella llega a una papelería y se vuelve loca revolviendo entre diferentes gramajes de papel, cuadrículas y hojas pautadas, espirales, encuadernaciones cosidas y blocs, aseguraba que disfruta mucho llevándose a casa libretas. Una vez le cobré una y doy fe de que no mentía, me dijo «tenéis la tienda que es un auténtico campo de minas ¡me lo quiero llevar todo!». Sonreí, era cierto, era una librería repleta de cachivaches atractivos para amantes del buen papel.

A mí me sucede algo parecido.

Yo compro libretas, me dejo llevar por sus cantos de sirena creativa y pago por cientos de cuartillas cosidas y envueltas en cubiertas de lindos colores. Me encanta. Luego las guardo todas en el mismo estante y las miro de vez en cuando: a veces abro una y me digo «vamos a comenzar con una cita de esto que estoy leyendo que me ha llamado la atención», pero en cuanto escribo siento que he profanado la belleza impecable de ese conjunto de papeles tan preciosamente recortados, que ya no volverá a ser la libreta nueva que una vez decidí traerme a casa y entonces, movida por un sentimiento de culpa terrible ya escribo en ella cualquier cosa, desde la lista de la compra a un garabato explicativo de cómo llegar al restaurante que me han recomendado desde el metro más cercano cuando mi interlocutor no me entiende. Lo que sea.

Es por esto que, hace un tiempo, decidí conservar mis libretas impolutas hasta que verdaderamente considerara que había llegado el momento de, digamos, «estrenarlas» con una nota que realmente valiera la pena. Todas aguardan su ocasión gloriosa pacientes, ordenadas en la misma balda.

Esperan su momento.

Mi momento.

El otro día estuvo a punto de suceder.

Tuve una idea, arrastrada por la lectura de otra mucho más brillante que la mía en un libro que me regalaron estas navidades y consideré la posibilidad de agarrar mi libreta de cubiertas jaspeadas para inmortalizarla. Esa libreta la había comprado en Venecia, en una librería que se inunda un par de veces al año durante la llamada «acqua alta», fenómeno que consiste en la crecida del mar unos noventa centímetros por encima del nivel habitual con el descalabro consiguiente en comercios, viviendas y lugares de interés turístico de la ciudad. La librería se llama así, Acqua Alta y ubica su producto sobre una góndola en el centro del local; en ella los libros se amontonan sobre pilas a partir del nivel al cual se supone que llega el agua con cada crecida. Es una de las librerías más curiosas que he visto y un auténtico reclamo para el visitante pero, además, en ella se venden una libretas irresistibles.

El otro día tomé la libreta entre mis manos, la abrí y volví a cerrarla; la guardé en mi bolso junto al libro que estoy leyendo y al portaminas con el que subrayo frases que me gustan de lo que leo.

Allí sigue.

Pensé que era una buena idea, que la creatividad había subido y alcanzado el nivel de mis dedos hasta impulsarme a escribir algo interesante, algo que merecía la pena. Quise creer que sí pero entonces encendí el ordenador, busqué el editor de entradas de este blog y comencé a escribir acordándome de una entrevista que una vez escuché con Leonor Watling.

Leonor: si viajas a Venecia tengo una recomendación para ti.

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