Resulta que a los japoneses, especialmente sensibles con esta cuestión, les pasa a veces que experimentan el llamado «síndrome de París» cuando lo visitan, una dolencia que arrastra a quien la padece a una profunda decepción ante esa ciudad.
Resulta que se da muy a menudo y que incluso existe un corto documental en donde se explica lo que le sucede a quien lo sufre: alucinaciones, depresiones… lo peor de lo peor, todo por el choque cultural.
Japón está muy lejos. No sé cómo me sentiría yo si lo visitase, tal vez entrara en pánico al ver a sus habitantes atestando las calles en cada cruce de cinco semáforos, quien sabe si me volvería pensativa y reflexiva como Scarlett Johansson y miraría a través de la ventana de mi hotel sin pantalones. Lo ignoro.
Lo que sí sé es que en mi caso, de haber pasado yo por algún trastorno anímico durante mi estancia en París, desde luego que éste estuvo más cercano al de Stendhal que al japonés, no hay duda: a mí la belleza me puede.
Porque sesenta días no son ni serán nunca días suficientes para disfrutar París y me han faltado muchos más. En sesenta días quizás se haga una con la ciudad, se acomode en ella y puede que empiece a conocerla un poco pero no son suficientes, son sólo el comienzo.
Pasaron los dos meses. En marzo comencé un primer borrador de mi novela y sigo peleándome con él desde entonces. He escrito, además, sesenta textos como éste que me han ayudado a recordar y a fijar en mi memoria detalles, algunos absurdos y otros no tanto que creía haber olvidado al irme de allí.
No, no soy víctima de ningún síndrome extraño pero estoy convencida de que voy a regresar porque París, dicen, no se acaba nunca y eso debo demostrarlo.
Deja una respuesta