La pizzería que había delante del apartamento cerraba tarde. Era extraño ver entrar y salir a gente más allá de las doce ó doce y media de la noche en una calle como aquella y, en el caso de aquel restaurante, las entradas y salidas se prolongaban hasta mucho más tarde, cuando ya parecía que había cerrado.
Pedimos tres pizzas con una combinación que no recuerdo pero que incluía el queso gorgonzola, el prosciutto, la rúcula y algún tipo de embutido picante con toneladas de tomate seco. Estaban deliciosas, si bien es cierto que para que una pizza este mala hay que trabajar duro, aquellas eran espectaculares.
Resultó que la pizzería tenía una «nevera» que, en realidad, no era otra cosa que una puerta que la comunicaba con el bar de copas que mantenía el negocio abierto hasta bien entrada la madrugada. Eso nos lo dijo el camarero, una noche, cuando volvimos allí para repetir la combinación de pizzas y descubrimos que podíamos hablar con él en español porque era uruguayo. Nos contó que se trataba de un «falso-bar clandestino», una suerte de homenaje a aquellos bares típicos de la época en que sí se prohibían.
Volvimos una tercera vez y habían cambiado la receta de uno de los platos. La pizza con prosciutto ahora llevaba patata y pesto, pero no le habían cambiado el nombre así que, lo que consideramos que sería un error de ellos, al final, había sido un error nuestro.
La cuarta vez regresamos para aclarar el asunto y nuestro amigo uruguayo se disculpó, tanto que quiso regalarnos un tiramisú por las molestias pero, cuando salió a la calle para dárnoslo, nosotros ya nos habíamos metido en el portal. Perdimos un tiramisú y ganamos un vecino, supongo.
Una noche acudimos con nuestros amigos que estaban de visita, cruzamos la puerta de la nevera y nos adentramos en esa suerte de speakeasy de palo que tenían montado. Estaba bien, pero se les daban mejor la pizzas que los cócteles, creo, sobre todo si no llevaban patata.
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