─Espera, espera…
Habíamos cruzado la calle atestada de turistas, de peatones locales, de bicicletas, coches, runners, perros, carritos de niño y todo lo que a esas horas es habitual en los Champs Élysées, por otra parte: abarrotados a cualquier hora de cualquier día.
Íbamos de camino a la inauguración de una exposición, con cierta prisa pero sin agobio. Nos habíamos perdido ya la presentación, el discurso tardicional por una confusión con la hora de llegada. No importaba, o no demasiado, luego me disculparía con María que es quien la había organizado y quien nos había invitado; le diría que se nos había torcido la tarde y que no habíamos tenido más remedio que llegar, pues eso: tarde y sintiéndolo mucho.
El semáforo se acababa de poner en verde y habíamos cruzado. Una larga fila de personas estaban esperando alrededor de la entrada de un edificio, pero no uno cualquiera, la Maison Louis Vuitton, ya… me había sorprendido que esos clientes tuvieran que esperar fuera pero ahí estaban, esperando, como en una discoteca o un bar de copas, respetando el recorrido en zigzag de la catenaria de rigor. No parecían incómodos y tampoco decían nada. Miraban de reojo la pantalla de sus teléfonos móviles, acostumbrados a seguir la rutina y cumplir con las normas de las tiendas de lujo en París, donde hay que concertar una cita para ser atendidos como es debido.
Unos metros más arriba en dirección al Arco del Triunfo se adivinaba otro edificio, esta vez cubierto por un andamio y hacia él habíamos caminado porque aquella era nuestra dirección.
La Maison Dior, que estaba en obras, iba «vestida» con sus diseños más emblemáticos, todos de color blanco y sobre maniquíes sin cabeza, delicados, elegantes.
Una belleza de andamio, la verdad. Me detuve a observarlo y le hice una foto. Imaginé la reforma, quizás solo se tratase de la limpieza de su fachada, en cualquier caso, aquellos que quisieran concertar una cita y acudir a la tienda tendrían que esperar.
─¿Vamos?
─Sí, perdona. Por allí…
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