Manos

De todos los museos que hay en París, que son muchísimos, no deberían dejarse de visitar, sea cual sea el tipo de estancia que se realice en la ciudad, al menos dos: el Carnavalet y el Rodin.

Ahí dejo mi recomendación.

Ahora cuento mi experiencia personal, que para eso estamos aquí.

La primera vez en París, como ya dije en otra ocasión, nos habíamos perdido el primero porque estaban de obras y eso es algo que me pasa mucho, lo de llegar a los sitios con voluntad de visitar algo y no poder hacerlo porque ha cerrado, está en obras, ha ardido o se ha venido abajo. Para resarcirme, en esos dos meses fui al Carnavalet en cuatro ocasiones y las cuatro me encantaron: Se descubre la historia de la ciudad y se participa de un recorrido por una casa señorial preciosa. Poco más se le puede pedir a un museo gratuito, la verdad.

Con el Museo Rodin el idilio fue diferente.

Víctimas de la mayor ola de calor registrada en los anales de la Historia de la Humanidad (bueno, esto no sé si es cierto pero así lo recuerdo yo al menos) durante aquel viaje que Fran y yo hicimos a Paris en junio de 2019 tuvimos que «refugiarnos» del calor extremo en donde podíamos; a veces eran bares donde había que beber, a veces eran restaurantes donde había que comer y, a veces, eran museos donde había que ver cosas que, a veces, eran maravillosas como fue el caso del Rodin.

El museo no dispone de aire acondicionado pero sí se improvisó un rudimentario sistema de ventiladores en cada sala que permitían respirar al visitante. En cualquier caso, la cuestión no importaba demasiado: No sólo el espacio y sus jardines (los arbustos «peludos» son una tentación y hay que abrazarse a ellos como indico en la imagen) la dejan a una de pasta de boniato francés, lo increíble está dentro, en su colección (al fin y al cabo es lo que suele suceder en los museos, auténticos kinder sorpresa del arte) en esos pedazos de piedra tallada con forma de bustos, cuerpos y fragmentos humanos que sacuden la columna vertebral nada más verlos. De entre todos: las piezas de Camille, algunas identificadas y otras, como las de todos sus colaboradores, mezcladas con el resto de la obra de Auguste.

El día en que pisamos el museo huyendo de los 45º a la sombra vi aquellas manos y me puse a dibujarlas creyéndome artista.

El día en que regresamos ya no quise dibujarlas y solo me planté ante ellas para mirarlas, desde todos los ángulos con todas sus sombras. Preciosas.

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