Todavía no le he encontrado la gracia al famoso mercadillo, el que está más allá de Montmartre, al norte de París, el de las pulgas: es que no entiendo cuál es el atractivo.
Precedido de varias calles de puestos que nada tienen que envidiar a los de los pueblos o los barrios ignotos de las ciudades españolas, esos que se levantan una vez a la semana y que lo mismo ofrecen zapatillas deportivas «Rock-Dock» que calcetines «Bike» o tomates, o pomos de puertas o incluso cintas de cassette perfectamente inútiles; antes de alcanzar el verdadero Marché aux puces del que todos llevan hablando siglos hay que pasar por ese otro mercadillo y lo cierto es que muchos se quedan en el primero con decepción despistada.
Desde aquí advierto: lo que van a encontrar más allá tampoco es mucho más interesante y, si no llegan, tampoco se habrán perdido nada: que se vuelvan a la torre Eiffel, que vale más la pena.
Una diferencia importante entre este dichoso mercado y el Rastro de Madrid, por ejemplo, es la fiesta. El Rastro, en pie desde las nueve de la mañana y hasta las dos del mediodía cada domingo del año se envuelve en una nube festivalera de alegría y dispersión que no tiene nada, absolutamente nada que ver con el ambiente huérfano de este otro, que una llega esperando encontrar muebles antiguos que no va a comprarse o vestidos baratísimos a los cuales verse obligada a renunciar por espacio en la maleta y demás y se vuelve igual, porque no ve nada interesante y porque tampoco nadie hace el menor esfuerzo por vendérselo.
Llegamos allí una mañana del mes de marzo y hacía un frío de mil demonios; recorrimos de un lado a otro interiores y exteriores en las dichosas callejuelas que conforman el espacio del mercado y no, la verdad es que nada me interesó ni me animó a regrersar en una segunda ocasión. La foto, por cierto, la tomé en uno de ellos, unas galerías que eran escaparate intocable y rancio en donde en dos ocasiones me llamaron la atención por acercarme más de la cuenta a los objetos.
No es para mí.
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