Atrévete a decir que no es tan bonita como cuentan, que no tiene nada de particular que la convierta en una estructura «especial» y que no entiendes por qué es tan famosa.
Ármate de valor para decir algo así y luego pasea por París.
Trata de caminar junto al Sena, recorre el paseo y atraviesa todos sus puentes esquivando su presencia. Finge que hay otros motivos para vivir el encanto de la ciudad y saber que es genuino.
Venga, hazlo.
Visita un museo, cómete un croissant, siéntate en una terraza o haz lo que te venga en gana en París y olvídate de ella. No mires en los escaparates y tampoco te pares a presenciar los logos que ilustran camisetas, sudaderas, gorras, bolsitas… No atiendas al tintineo de los llaveros colgados en racimos a la entrada de los locales comerciales, ni en los puestos callejeros: Disimula, busca algo en tu cartera, haz como que te llaman por teléfono.
No la mires.
No es importante.
Cuando tus amigos te recomienden subir al mirador, cambia de conversación. Cuando alguno de ellos te cuente que el ascensor es mucho más pequeño de lo que imaginas pero que luego, desde lo alto, las vistas te dejarán helada tú simplemente sonríe y di que París está lleno de miradores, de azoteas y de clubs en roof tops, que pueden encontrarse vistas increíbles de la ciudad prácticamente desde cualquier distrito.
Si tienes valor: Dilo.
Si te atreves: Créetelo, pero no vuelvas a París, no te instales allí dos meses porque ella te estará esperando y no te quitará ojo de encima. Vayas donde vayas estará allí observándote y te seguirá desde cualquier ventana a la que te asomes para presionarte, para recordarte tu discurso, para animarte a reconocer que estabas equivocada.