Las buenas costumbres no hay que perderlas, como todo lo bueno, que debemos aferrarnos a ello y no soltarlo.
Enviar cartas y postales es una de las que reconozco son mis «mejores» costumbres y como tales las mantengo conmigo allá donde voy, también en París, claro.
Mi amiga Eva y yo tenemos un acuerdo que consiste en que ninguna de las dos se va de una sala de exposiciones en donde haya visto una muestra que le haya gustado sin comprar para la otra una postal y enviársela de recuerdo. Ella vive en Suiza y está jubilada, es viuda y dispone de muchísimo tiempo para organizarse e ir a ver todas las muestras a su alcance, yo no tanto, mi situación es bien distinta pero los dos meses en Paris puedo decir con orgullo que me los tomé muy en serio respecto a nuestro pacto.
Escribí postales de todos los museos a los que fuimos.
De todos.
El problema vino después, cuando las postales se acumulaban en mi bolso, cada una con su fecha y no llegaba a enviarlas nunca. Yo las escribía y luego las guardaba a la espera de encontrar estancos en donde adquirir sellos pero ignoraba lo más importante: que en París los estancos son cafeterías y los sellos se venden únicamente en las oficinas de la Poste.
¿Cuál es el problema? Que aunque hay miles de estafetas, el logo es tan discreto que pasa desapercibido al ojo español que busca carteles enormes de color amarillo.
Aclaradas las dudas un día me acerqué a la oficina más cercana a mi casa, la de la foto, un edificio por el que había pasado en varias ocasiones sin saber que se trataba de una «Poste» de esas y que me gustaba porque era bonito y les entregué un hatillo de postales para enviar a Suiza.
Después compré varios sellos y me los guardé para enviar de una en una las postales siguientes, porque me pareció más práctico y porque, al igual que sucede con las buenas costumbres, aquellas que nos simplifican la vida también debemos mantenerlas a nuestro lado.
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