Me habían puesto en contacto con Almudena porque escribe, investiga y da clases en la Universidad sobre temas que, según me dijeron, podían ser interesantes para mí y para mi trabajo en París. Llevábamos hablando varias semanas y el momento de vernos se había tenido que posponer en dos ocasiones debido a dos viajes suyos a España.
Tuvo que ser en abril, cuando ya había transcurrido un mes de mi estancia allí, hasta entonces había sido imposible quedar aunque lo intentamos. Una de las veces iba a ser la ocasión de conocer la fábrica de tapices.
Me había llamado por teléfono para citarme allí.
─En autobús con la 91 llegas directamente. Te subes en Bastille y nos vemos allí. Gobelins, no te olvides.
Estaba tratando de localizar la parada enfrente de la ópera cuando volvió a llamarme. Lo lamentaba mucho pero tenía que cancelar el encuentro una vez más porque una compañera del trabajo había dado positivo en un test de antígenos y ella no se encontraba muy bien, con mocos y demás.
Así que ese día me quedé sin conocer la legendaria fábrica, el espacio de manufactura fundado hace más de seiscientos años y que hoy alberga exposiciones y organiza visitas guiadas.
En vez de eso, Fran y yo paseamos por otro barrio hasta que se nos hizo de noche y tomamos la foto que encabeza este texto. El cielo se puso así de golpe, como si hubiera querido comenzar a arder, autocombustión celestial espontánea.
Volvimos a la fábrica por nuestra cuenta unas semanas después pero no llegamos a verla por dentro porque estaba cerrada y por mi parte, no volví a pensar en los tapices hasta que regresé por tercera vez a la Opéra Garnier y me fijé en los cuadros, las enormes representaciones alegóricas que recubren pasillos y salas de camino a la sala de investigación de la biblioteca, que cuelgan junto a los bustos en mármol de personajes relacionados con las artes escénicas de la época: algunos, aunque lo parezcan, no están pintados sino que son auténticos tapices de Gobelins.
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