Vosgos

La plaza más bonita de París.

La plaza más perfecta de París.

La plaza más antigua de París.

La primera plaza cuadrada de París.

La plaza de los Vosgos, que tiene un césped y unas fuentes preciosas, que no existían cuando se inauguró con el nombre de «Plaza Real», es un espacio simétrico que con sus 140 x 140 metros a mí me recuerda a un retal como los que mi madre usaba para coser edredones, un pedacito de parque que parchea el barrio de le Marais, entre el pespunte que forma la Rue des Francs Bourgueois y el remate en la plaza de la Bastilla, que para mí tiene ese nombre por algo. La plaza ideal en donde se pueden comprar boinas y sombreros, degustar entrecots de más de 100€ o echarse la siesta a la sombra de un tilo recortado en forma de cubo.

Algunos fines de semana también se convierte en espacio para un mercado de antigüedades al aire libre; filas de tenderetes de lona blanca se abren paso bajo los soportales de piedra centenarios, cada uno con un producto diferente: libros viejos, prendas viejas, muebles viejos… todo a la venta y todo a precio negociable.

Sin embargo, la belleza de esta plaza pienso que tiene mucho que ver con la belleza de sitios como el Panteón de Roma y al igual que allí, creo que no hay que buscársela en ningún ornamento: creo que es cuestión de matemáticas.

Alrededor de la plaza se levantan unas casas de piedra y ladrillo rojo en donde vivieron famosos y famosas aristócratas y artistas de todas las generaciones. Muchas de estas casas están deshabitadas y advierten un estado casi ruinoso, apuntaladas en la fachada y con las ventanas inclinadas, como si su cuadrícula perfecta se estuviera desdibujando, se torciera y se plegara poco a poco sobre sí misma, porque los cuatrocientos diecisiete años se le notan.

Se encontraba a menos de diez minutos andando desde mi casa y cruzarla cada tarde era un capricho, una propina para la vista. Estaba convencida de que dos meses allí y al menos una visita diaria me autorizaban para considerarla hermosa, de tanto verla, de tanto caminarla pero me equivocaba.

No fue hasta que accedí a una de esas casas que la circundan, la de Victor Hugo que alberga al museo con su nombre, y me asomé a una de sus ventanas de vidrio borroso por el paso del tiempo, cuando la vi desde arriba y en todo su esplendor simétrico que comprendí que lo era: la plaza perfecta.

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