Antes de salir de casa esa mañana me había echado un paraguas al bolso, parecía que iba a llover y no me gusta mojarme. Habíamos quedado en la salida del metro a las 18:30, justo delante del Teatro de la Comédie Française, el de Molière, que en realidad se inauguró años después de su muerte pero ¿a quién le importan los detalles? El caso es entendernos.
Él llega antes, pasa por allí de camino a uno de sus locales preferidos de la ciudad, una librería de publicaciones en inglés de la Rue Rivoli donde puede pasar horas sin inmutarse. Me avisa por mensaje al móvil.
⏤Oye, hay una cola tremenda ¿seguro que Marién ha dicho este sitio?
Sí, mi amiga Marién ha dicho este sitio, un sitio especializado en ramen que, por lo visto, hay que probar. Hemos quedado con ella a las 19:30, una hora temprana para cenar pero que quizás sea prudente en vista de la espera que se nos viene encima hasta que se despeje la entrada.
⏤Vale, pues voy para allá directa desde la biblioteca. En media hora estoy.
Marién nos comunica que se retrasa.
Esperamos. Miramos en Internet qué tiene de especial ese sitio y por qué hay más gente formando una cola junto a la entrada, en una acera ridícula con el frío y la lluvia del mes de marzo que dentro.
Se abre la puerta y una mujer, uniformada con un chaleco reflectante al cual han pegado varias luces LED en la espalda, comienza a preguntar a los que esperamos que cuántos somos en cada grupo.
¿Era necesario vestirla como a un árbol de Navidad? ¿Cuánto pagarán a esa muchacha por hacer lo que hace? La pregunta permanece dando vueltas en mi cabeza y no llego a formulársela a Fran, que ya ha hecho sus investigaciones y me cuenta que se trata de un restaurante «temático».
⏤Aquí dice que se inspira en el puerto de Tokio, que Isabel Coixet se pasó hace unos días y lo ha recomendado en su perfil de Instagram.
Seguimos igual. Se ha hecho de noche. Marién todavía no ha llegado y a la mujer reflectante le hemos dicho que somos tres. Me acerco al cristal junto a la puerta y veo un montón de cosas amontonadas: cajas de madera, farolillos, redes de pescar… entre los huecos hay personas que han podido sentarse y que saborean sus boles de fideos caldosos. Todos bien apretados. Una maravilla.
Cuando llega nuestra amiga ya casi hemos ganado medio metro de acerca desde nuestra posición inicial. Son las nueve de la noche y nos invitan a pasar.
Se escuchan gaviotas, gritos en japonés, ruido de cubos que se arrastran y paladas de hielo picado lanzado sobre sacos de plástico. Nos sientan en una mesa al fondo, una mesa para nosotros tres y que no compartimos con nadie, todo un lujo para nuestros sentidos. Miramos la carta y decidimos.
La verdad es que estaba todo riquísimo. Mi ramen seco también, el único del menú. A mí no me gustan las sopas, la comida caldosa ni mojarme bajo la lluvia.
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