⏤Necesitaría una factura, por favor.
El hombre detrás del mostrador me mira extrañado, sorprendido por mis necesidades.
⏤Sí, aquí la tiene.
Me extiende el pedazo de papel térmico con la operación de caja que acabo de realizar, con los datos del valor exacto de mi compra, la fecha, la hora, el nombre del establecimeinto, su número de SIRET (impuesto francés equivalente al IVA español) y sí, todo está muy claro y muy preciso en el ticket pero a mí no me vale porque necesito una factura.
⏤Lo veo ⏤Le respondo, siempre sonriendo⏤ Pero no aparecen mis datos, ya sabe: mi DNI, mi nombre, la dirección… con este ticket no puedo justificar el gasto en mi país y debo hacerlo para percibir una ayuda del Ministerio ¿comprende?
No, no me comprende.
No me comprenden en la farmacia y tampoco en el restaurante cuando pido mi menú del día; no saben a lo que me refiero cuando pido una factura en el museo, ni en la taquilla del metro cuando regreso al día siguiente de haber adquirido mi abono y les muestro mi tarjeta, ni en la panadería, ni en el primer supermercado al que voy pero, afortunadamente, sí lo saben en el segundo. Fruncen el ceño y me ponen pegas pero consigo que me extiendan una factura.
Doblo el papel con cuidado y lo guardo en el bolsillo interior de mi bolso. No me puedo desprender de él, se convierte en mi mejor aliado durante la estancia: es la muestra, el único ejemplo que tengo para referirme a esa suerte de entelequia para los franceses llamada «factura». Si está conmigo puedo señalarlo e indicar que quiero uno igual siempre que lo necesite. Ni la fotocopia del pasaporte me da mayor paz de espíritu.
A veces, sin embargo, me olvido de él, me lo dejo en casa y salgo a pasear por París con el viento azotando mi rostro como una amazona y me siento salvaje, libre, me siento como Lady Godiva en mi desnudez documental, expuesta a posibles respuestas negativas pero contenta, París es así.
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