El francotirador paciente. Arturo Pérez-Reverte. Alfaguara: Madrid, 2013
We can be heroes just one day
Por lo menos son quince años los que me separan de la última lectura de una novela de Don Arturo Pérez-Reverte, tal vez más. Hasta hoy, largo domingo de descanso en que me he ventilado del tirón su más reciente publicación, El francotirador paciente, no había vuelto a acudir a sus escritos para pasar mis ratos de ocio, de reflexión o de lo que sea que uno pase cuando decide meterse una novela entre pecho y espalda. En esos quince años (o más) he tenido siempre la sensación de que cada vez que el susodicho abre la boca o transfiere sus vertidos verbales al papel impreso, hay alguien en algún sitio que le aplaude, que asiente con la cabeza sus lúcidas réplicas y provocaciones y que se suma a la larga lista de admiradores y/o lectores potenciales de sus obras, gracias precisamente a eso que ha expresado.
Arturo Pérez-Reverte, pienso, es un soberbio narrador. Lo creía hace quince años y lo sigo creyendo ahora. El maestro de esgrima (Mondadori: Madrid, 1988), La tabla de Flandes (Alfaguara: Madrid, 1990) y La piel del tambor (Alfaguara: Madrid, 1995) si bien llegaron a mí en un momento en el cual comenzaba a interesarme por la literatura y en el que muy probablemente fuera yo bastante influenciable en mis criterios, fueron grandes compañeras y animados temas de conversación. Para eso me sirvieron y así permanecen en mi recuerdo.
Sin embargo, son sus otros textos, artículos de opinión y tantas otras intervenciones en forma de entrevista o colaboración con algún que otro programa de algún que otro medio los que me han hecho llegar a la conclusión que antes mencionaba: que Don Arturo encuentra -buscándola o no- la eterna complacencia deslenguada con sus lectores, espectadores u oyentes. Eso, a mí al menos, me carga bastante.
Precisamente, ese liderazgo ganado a golpe de provocación y persistencia ante la audiencia es el que sostiene el argumento de este último libro suyo: tal ejercicio es cuestionado desde varios puntos de vista por boca de antagónicos personajes y se plantea con tanta amabilidad, que una se rinde de nuevo a los poderes de la pluma de este hombre.
El francotirador paciente recrea el ambiente de una trama policíaca, conforme a las modas literarias actuales, a saber: hembra investigadora y más lista que el hambre, frágil y gélida como un carámbano de la montaña que irrumpe en un mundillo que a priori le es ajeno y en el que se convierte en blanco de amenazas, protecciones y chantajes a cada paso que la hace avanzar por él. Ella busca a alguien que se esconde, alguien lo suficientemente poderoso como para constituir una amenaza de dimensiones poco modestas, cuya cabeza además, tiene precio.
El escenario de la acción es la calle y los grafiteros, los «escritores de muros» cuyos principios fundamentales en la vida son el respeto y la reputación, el macarrismo de felpas y gorras que ocultan rostros. Un mundillo que encumbra a héroes por el hecho de atreverse a desafiar las normas y expresar en spray lo que opina más de uno pero que sólo se atreven a pintar ellos.
El trasfondo de la misma es el dilema del arte y sus límites, sus poderes y su precio: qué tipo de reacción persigue quien provoca por medio de una creación artística y por cuánto está dispuesto a venderse, si acaso tiene precio.
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