Semáforos

Puede que una de las mejores formas de identificar a un español en París sea por un semáforo. Lo he observado. Lo he vivido.

París resulta encantadora como ciudad para caminarla, para atravesarla en largos paseos saltando por adoquines al borde del canal o, tal vez, tomando algún metro si la distancia se vuelve excesiva y el tiempo apremia. París asoma de calle en calle y de parque en parque: hay que abrir puertas y dejarse sorprender por vallas que perfilan parterres porque el resultado siempre merece la pena y lo que se descubre al otro lado, casi siempre, es impresionante.

Ahora bien, los grandes bulevares hay que cruzarlos, hay que atravesarlos y para eso se colocaron semáforos a ambos lados, a veces, hasta tres en cruces imposibles demarcados por carriles para bicicletas que llevan un ritmo independiente del resto del tráfico.

«Cuidado con las bicicletas» debería rezar la faja de una buena guía de viajes de la ciudad porque los ciclistas no avisan, sus vehículos cruzan cuando el semáforo está en rojo y también cuando está en verde, cuando pasan coches y cuando no, cuando un peatón decide asomarse y avanzar en una carrera ganando unos segundos a la luz roja y cuando está parado en plena calzada aguardando paciente a la luz verde. Esa luz, ha de saberse, tarda en cambiar.

Es en ese momento cuando se ve a los españoles, cuando nos desmarcamos del resto de parisinos y turistas internacionales porque el español va a apurar el paso en cuanto la luz verde comience a parpadear y hasta se atreverá a correr con apuro al ver que ésta se torna roja.

Pero no hay necesidad, los semáforos de París regalan unos segundos secretos en verde para el peatón y en rojo para el conductor que sonreirá al ver a otro grupo de españoles jugando a las carreras en cada parada, por cada bulevar.

Y cuidado con las bicis.

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