Ha comprado un artículo por internet.
Hace poco alguien se interesó por sus pantalones: los había subido a la aplicación porque después de diez años ya no le gustaban.
El mismo día en que el banco le notificó la transferencia del importe, la prenda volvió a aparecer en su pantalla de «sugeridos», como si la compradora se hubiera arrepentido. Allí estaban, más caros y lo más desconcertante: con sus fotos.
Verse allí, ofreciéndose sus pantalones entre una larga lista de prendas que el algoritmo consideraba que podían gustarle le llenó de rabia.
Denunció y retiraron el anuncio. La operación fue rápida, era obvio que ella tenía razón.
Al día siguiente, la responsable le mandó un mensaje. Le pidió disculpas y explicó que, como no se le veía la cara, no pensó que pudiera molestarle, «a usted le quedan mejor que a mí» le dijo y el caso es que se sintió halagada. Tenía razón: la prenda le estilizaba, lucía con una buena caída y, para tener diez años, no se veía en tan mal estado como ella recordaba.
El anuncio volvió a publicarse y completó la compra.
Está deseando volver a ponerse sus pantalones, le quedan genial.
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