¿Qué es lo peor que le puedes decir a un chiquillo de tres años para evitar que se suba a un columpio peligroso? Hay varias opciones pero, sin duda, la más directa es “no te subas ahí”. Si le dices eso él se subirá antes de que hayas terminado de pronunciar la frase; tú le dices “no te subas” y él ya está saltando desde lo alto del tobogán, precipitándose al vacío, impactando contra el suelo de gravilla meada. Llegar a un parque con un niño de la mano, mirar al tobogán que se adivina a lo lejos y temer lo peor es algo que sucede a menudo cuando se es canguro, verlo luego subiendo por las escalerillas oxidadas y haciendo equilibrios por no resbalarse con la humedad de la superficie. Tener la certeza de que no va a bajar nunca.
Jamás.
Pensar que lo has perdido.
Las canguros nos damos cuenta de que no ha sucedido nada malo poco después del susto inicial, sonreímos e incluso aplaudimos al pequeño explorador escurridizo que se alza sobre el balancín y nos hace gestos con la mano para saludarnos, orgulloso y triunfante: “Mira, estúpida. He logrado zafarme de tus torpes cuidados, una vez más y aquí estoy, estoy vivo pero habito en el peligro para hacerte sufrir. ¡Hola!”.
Una ricura.
Lo cierto era que pagaban bien, por lo que aquel pequeño demonio bien merecía el esfuerzo.
Pero el niño tenía una debilidad inconfesable por subirse a columpios peligrosos, columpios que podían acabar con su vida a nada que yo, la incauta de su niñera me despistara un segundo pasando la página de mi libro.
Un segundo y no lo veía.
Dos segundos y seguía sin verlo pero comenzaba a oírlo gritar, porque se había hecho daño al caer y ahora estaba llorando.
Ese fue el día que compré un reproductor de libros electrónicos y todos los que vinieron después lo llevé conmigo a dar paseos durante mis horas al cuidado del pequeño. Era muy práctico: no pesaba, no se manchaba, soportaba dignamente las eventuales gotas de lluvia y, sobre todo, me permitía leer con una sola mano y pasar las páginas dándole a un botón en el lateral. Clic con el pulgar y cambiaba la pantalla, empezaba otro capítulo, saltaba de línea y todo sin perder de vista al chiquillo.
⏤No entiendo cómo podéis leer en esos aparatos⏤ Me dijo un día una vecina que solía coincidir conmigo en el parque durante el ratito que pasaba allí con el niño ⏤Entre esa pantalla y la del teléfono yo acabaría harta. Aunque parece cómodo. Tal vez con uno de esos yo leería más.
⏤¡Sí que es cómodo! ⏤Le dije, aunque sin muchas ganas de convencerla de nada⏤ Pero bueno, ya sabes cómo va esto, si no te apetece pues no leas, tampoco hay necesidad.
Llevaba un año viviendo allí y aquel era mi primer trabajo, por supuesto: sin contrato. Cobraba francos suizos negros como la noche que la madre del niño me daba metidos en un sobre el último día del mes, sin falta y sin error. A mí aquello me parecía emocionante, porque puede que su hijo se jugara la vida en los parques pero yo iba por ahí con él de la mano durante tres horas y ni seguro ni nada, bien me podía atropellar un coche (o un tanque, porque donde yo vivía a veces cruzaban tanques por la carretera) y hubiéramos tenido que lidiar con alguna que otra circunstancia incómoda, pero no sucedió, nada de eso pasó salvo una mañana en que el crío me mordió un dedo.
Fue un corte leve, un rasguño en el nudillo, cerca de la cutícula. En aquella época yo me mordía las uñas y la piel de alrededor así que no me causaba un trauma particular llevar una herida más en el dedo, pero que aquellos dientecitos de leche se hubieran clavado con saña y a voluntad en mi propia carne era algo que sí me había perturbado, que todavía me pone los pelos de punta cuando lo recuerdo.
Él estaba enfadado por algo y, como todos los niños de esa edad, creía que insistiendo en su sufrimiento al respecto podía hacer cambiar el curso de los acontecimientos. No sé qué le había sucedido, pero sí que cuando oí el llanto procedente del arenero y me acerqué para ver lo que pasaba él reaccionó para apartarme: me daba golpecitos con sus manos en mi pierna:
⏤¡Vete! ⏤Me gritaba y yo insistía en asomarme por encima del caos de rastrillos y cubetas de plástico que él y otros dos niños habían formado.
⏤Devuélvele la pala, vamos. No es tuya y si no sabes compartir debes devolverla.
Pero él se resistía, se aferraba a aquel trozo de plástico como si fuera su bien más preciado y a mí me ordenaba que me fuera, así que lo tomé a la fuerza desde las axilas y lo levanté; él pataleó y chilló, un chillido agudo que se clavó en mi oído izquierdo hasta hacerme daño.
⏤¡Ya está bien! Regresamos a casa ¡se acabó!.
Lo dejé en el suelo y él lanzó la pala lejos, lo más lejos que pudo, apenas medio metro de distancia de sus piececitos y con todo el odio que cabía en su cuerpo de dos años y medio sin cumplir me mordió el dedo y me hizo tanto daño que primero abrí mucho los ojos sin comprender nada y luego, yo también comencé a llorar.
Al otro lado del parque no había nadie para socorrerme, nadie que se levantara de su asiento para venir a preguntarme si estaba bien o si necesitaba algo.
Nadie, en definitiva, lo suficientemente atento a lo que sucedía a su alrededor como para desatender la lectura de su novela.
“No leas” le había dicho yo y lo recordé en ese momento, cuando la reconocí enfrascada y absorta en un libro muy grueso que sostenía en su regazo abierto casi por la mitad.
Un libro de papel.
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