Soirée Mahler. Béjart Ballet Lausanne. Teatro Beaulieu, 30.06.2013

Soirée Mahler. Béjart Ballet Lausanne. Teatro Beaulieu, 30.06.2013

Lo que me dicen ellos

¿Qué ha pasado? abro un ojo y apenas ha amanecido. Abro los dos y mi despertador me recuerda que debo prepararme para una nueva jornada de trabajo. Le sigo la corriente y me hago el desayuno. Pienso, recuerdo, tengo prendida dentro la sensación de que ayer fue un día de los de pararse a recuperar mentalmente, mientras se enfría el té.

Yo llegaba a Lausanne directamente desde la ciudad en la que vivo, en tren y con bastante prisa. Tomaba un autobús y me apeaba ante el teatro Beaulieu, el mismo que cada año acoge a los finalistas del más famoso concurso de danza instaurado hasta la fecha, el «Prix» de la ciudad.

Avanzaba por la puerta giratoria de la entrada con cuidado de no atascarme (que es lo típico que siempre sucede) y cruzaba ensimismada el hall principal: pura moqueta roja y espejo ahumado. Un señor teatro repleto de personas vestidas como para una boda, o un cotillón de Fin de Año y yo, en el medio, quieta porque me he asustado, no porque sea la primera vez que veo una cafetería dentro de un teatro que está hasta arriba de clientes con ganas de tomar copas de vino y aperitivos varios, antes del espectáculo, sino porque un poco antes del marco que da paso a la zona de mesas y asientos, veo a Jorge Donn que sale del mar en un hermoso atardecer, alzando sus brazos sobre la cabeza y sonriendo. Estoy convencida de que me sonríe a mí, que soy la única que de momento ha decidido olvidar que se trata de una pantalla de televisión.

Giro sobre mí misma y comprendo que toda la sala está adornada con fotografías del bailarín, sólo o acompañado, por Maurice Béjart o por otros bailarines. Blanco y negro de calidad. Me faltan ojos.

Para cuando localizo mi asiento en lo más alto de la alta torre que corona el patio de butacas del recinto (también llamado «gallinero» en el argot de andar por casa) respiro alivada y me hundo en el terciopelo granate mientras se van apagando las luces.

¿Qué pasa entonces? ¿por qué me parece que la espalda de Elisabet Ros se pierde conmigo en la oscuridad del escenario? esa extensión infinita de piel blanca y músculos capaces de componer auténticas frases de sujeto y predicado, de hablar con el público, de conversar conmigo… Ce que la Mort me dit (Lo que me dice la Muerte, 1978) acababa de comenzar.

El cuerpo de bailarines, silenciosas criaturas que rebotan con sus jettes sobre las tablas del Beaulieu, inundan esa oscuridad de la que hablo, la que recuerdo.

Entonces los recuerdo ensayando estos mismos pasos hace cuatro meses y sonrio desde mi torre. Allí también estaba yo.

De nuevo me llaman, esta vez son los pies de Kathleen R. Thielhelm que como pinceles de suave pelo de marta acarician y se arrastran sobre el escenario. Un cervatillo nervioso y asustado moviéndose bajo los focos, contándome los excelentes resultados de una vida entera dedicada a un perfecto attitude en arrière. Sigo muda.

Friedemann Vogel llega en la segunda pieza de la tarde, como bailarín invitado del Stuttgart Ballet. Chant du Compagnon Errant (La canción del caminante, 1971) se baila entre él y Oscar Chacón, marcando líneas que no acaban en las piernas de ambos cuerpos, sino que se prolongan hasta mucho más allá del último extremo de la punta de sus zapatillas. El invitado, tal vez sólo esta noche brilla más que aquel que llegó a la escuela-taller Rudra Béjart hace once años. El firmamento también tiene que repartirse.

El intermedio de quince minutos, me anima a salir a la terraza del edificio. Otra vez desde lo alto, me asomo a la artística y olímpica Lausanne y sus tejados me explican que debo tomar aire y refrescarme, que todavía no ha acabado la función.

Ce que l’amour me dit (Lo que me dice el amor, 1974) arranca con un movimiento de la Tercera Sinfonía de Mahler, el mismo que hacía caminar a Tadzio balanceándose entre las columnas del camino a hacia la playa, delante de Gustav en Muerte en Venecia (Morte a Venezia, Luchino Visconti 1971). Me lo dice el torso de Julien Favreau, cuya respiración se mece con la melodía de Mahler mientras comparte pasos con Elisabet Ros y Katerina Shalkina.

¿Son los tobillos de la ucraniana los que me gritan que por favor no llore? tal vez sean ellos pero no les hago caso, me arrastro con los lamentos de esta pieza tan triste, tan emotiva, tan llena de tantas cosas vividas. Soy una espectadora de ojos enrojecidos, allá en lo más alto de la alta torre que corona el patio de butacas del recinto.

Y entonces cae el telón y con él el aplauso interminable del público del Beaulieu.

Ahora lo recuerdo todo y se me ha enfriado el té.

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