Los idus de marzo

The Ides of March (Los idus de marzo); George Clooney, 2011

Perfecta combinación

Mi problema no es que no entienda de política, sino que simplemente: no entiendo la política. No entiendo cómo es posible que tanto éxito o impopularidad en su caso, se consigan con tan poca honestidad y buenas intenciones. La política es asunto de seres extraordinariamente diferentes a mí, personas que aman la comunicación a las masas entendiendo que mucha gente junta es eso y no otra cosa, una masa a la que se comunica algo para que crea en ello y a cambio te vote en unas elecciones. La política persigue el poder, el éxito y el control sobre algo y/o sobre alguien.

Así descrito, podría concluirse que aborrezco el motivo político pero no es el caso, resulta que considero que la política es no sólo importante sino también necesaria, pero no la entiendo.

Los idus de marzo es una película con la política y los políticos como fondo y la transformación monstruosa de un buen chico en algo malvado, como forma. Es un impecable trabajo cinematográfico en todos y cada uno de sus sentidos, porque le deja a uno con la sensación de que para contar algo así, no podría haberse hecho de otro modo –good to you, George!-.

Mentiría si dijese que sigo de cerca los trabajos como director que este «guapoparamadres» que es George Clooney ha venido haciendo en los últimos años; sólo recuerdo un título y que me aburrió profundamente (me abstengo de revelarlo, pudorosa que una es cuando quiere). Tampoco me importa, con esta última película se ha ganado mis respetos para siempre.

Comenzaré por el final, un final grande y sencillo, que logra equilibrar la ironía y el drama sin salirse ni un milímetro de lo aconsejable para llegarnos a todos los espectadores (los que saben de partidos demócratas y republicanos y los que como yo, no tenemos ni idea).

Además de por ese final que como ya digo, me parece grande, también es grande la película por sus actores. Decir que Philip Seymour Hoffman o que Marisa Tomei encajan bien con lo que hacen ante la cámara es una perogrullada, desde que se dejaron ver en Antes que el Diablo sepa que has muerto (otra joya para la colección, Sidney Lumet, 2007), decir cosas buenas de Paul Giamatti dando vida a un tipo corriente y retorcido, es abundar en lo de siempre, porque también es un actor de los buenos. Pero poner a Ryan Gosling en esa piel tan difícil como debe de ser la de un amante de su profesión y de la lealtad, que descubre en sí mismo la opción de la corrupción como medio para llegar al lugar del éxito (o de la supervivencia simplemente) y acaba tansformándose en un monstruo sin escrúpulos, es un riesgo muy grande que ha merecido la pena correr.

Y sigo con la puesta en escena, con la omnipresencia de las barras y las estrellas, la agudeza de cada uno de los planos con los que se reflejan las conversaciones entre personajes que son siempre diferentes, en función del bando en el cual se posicione cada uno en cada momento, de un modo muy similar a como resulta que son las campañas políticas: o con ellos o contra ellos.

Una película en la que, como las partidas de poker, nadie se fía de nadie y todos quieren ganar.

La traición está servida.

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