Madrid, chica Almodóvar

Madrid, chica Almodóvar. Exposición en Centro de Cultura Contemporánea de Conde Duque. Hasta el 17 de noviembre 2024

Lo que a nadie le importa

Esto que escribo por aquí no le va a interesar a nadie pero a mí me apetece contarlo. Antes de venir a vivir a Madrid yo ya estaba obsesionada con la ciudad y es muy posible que la culpa la tenga Pedro Almodóvar.

Aunque a nadie le importe, cuando tenía ocho años vi Mujeres al borde de un ataque de nervios en VHS y nunca nada, jamás, volvió a ser lo mismo. Los zapatos de Pepa se deslizaban en un apartamento a dos alturas y balcón con vistas imposibles donde también era posible criar gallinas y conejos y yo soñaba con ello. Mi ASMR de entonces eran las cremalleras de los bolsos, las teclas del teléfono rojo al marcar el número prohibido, los portazos, un cuchillo con el que se cortan tomates para un gazpacho cuajado de orfidales y también se rajan los dedos de Pepa. Por culpa de Pedro Almodóvar llené mi casa de papelitos amarillos adhesivos con mensajes que nadie necesitaba leer y fui la niña más feliz del planeta con un teléfono de plástico brillante que mi padre trajo a casa porque en la oficina iban a tirarlo. Desgasté las teclas.

Me obsesioné con los contestadores automáticos, las maletas, las salas de doblaje…

Fui Pepa mucho antes de entender lo que le estaba pasando a la mujer a la que interpretaba Carmen Maura (la mejor, siempre).

Tal vez no exista nada menos relevante para quien vaya a leer este texto, pero antes de Mujeres al borde de un ataque de nervios yo no había oído nunca el Capricho español de Korsakov, no sabía por qué podía ser gracioso burlarse de una mujer dormida con «cara de virgen» que gime en sueños o dejar entrar en tu casa a tres terroristas chiítas por el simple hecho de que vinieran con tu novio. Yo tenía ocho años y llevar cafeteras italianas colgando de las orejas me parecía algo fascinante, aunque ahora me parezca algo «horroroso, horroroso».

En los textos de las paredes de la sala 1 del Conde Duque leo que Susan Sontag le dijo una vez a Pedro Almodóvar que la escena de la manguera en La ley del deseo es un icono del cine y a la altura de la del respiradero del metro de La tentación vive arriba. No sé si es cierto y tampoco me importa: no ha habido noche de verano madrileño en que no haya recordado esa escena, inverosímil y refrescante. Eterna.

También se explica en otro cartel que de niño, en su pueblo, cada vez que en su casa recibían los catálogos de Galerías Preciados Pedro Almodóvar fantaseaba con los grandes almacenes como quien imagina un museo que poder visitar algún día. Así me sentía yo también con sus chicas al borde de un ataque de nervios, por eso el día que tuve una entrevista de trabajo en una oficina de la calle Almagro y reconocí el edificio por el que se lanzaban zapatos a mí se me humedecieron los ojos.

Porque a nadie le importa, pero a mí el cine de Pedro Almodóvar me ha encajado los recuerdos, al menos los de cuando tenía ocho años, que son muy anteriores a todo lo que el director hizo después.

La exposición puede verse hasta el 17 de noviembre. Corred.

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