Desde hace unos días, el mostrador de la librería se adorna con una caja que contiene varios modelos de carteras, bolsas para la compra, neceseres y una suerte de monederos monísimos de colores flúor que no puedo dejar de mirar.
Con la excusa de ordenarla, cada vez que tengo un rato libre saco las carteras de la caja y las vuelvo meter dentro por el puro gusto de tocarlas, porque son suaves y se deslizan entre los dedos con la cadencia del «frufrú» de un miriñaque de 1866.
Y no exagero.
Los dichosos bolsitos están hechos con la tela reciclada de cometas de kitesurf, puro Ripstop, un tejido muy agradable, crujiente como una capa de pasta filo recién horneada que además resiste impactos y corrosiones al agua salada, es elástico, impermeable y con colores muy llamativos. Con base de nylon, ese mismo material se utilizó para fabricar paracaídas durante la Segunda Guerra Mundial y ya desde entonces, ese mismo tejido se reutilizó para fines más coquetos que saltar por el aire o mecerse al vaivén de las olas: con él se hicieron cientos de trajes de novia.
El nylon original con el que están tejidas estas bolsas se diseñó durante la Segunda Guerra Mundial para fabricar paracaídas y aquí, la historia: en 1943, una novia feliz y dichosa de saber que su prometido había salvado su vida saltando de una avioneta en pleno enfrentamiento provisto de su paracaídas, puso de moda la decisión de aprovechar la vaporosidad y fluidez característica de la tela redentora (que además, en su caso, era de color marfil o «blanco roto») y hacerse el vestido de novia con él:

Sin ser yo experta en confecciones me atrevo a adivinar que, en cuestión de telas para un monedero, no debe de ser muy útil la facultad de proteger de los rayos UV o ser hidrófuga pero, nunca se sabe: monedas, maquillaje o lo que sea que introduzcas en estas carteras, todo estará a salvo contigo.
El gustito que da tocarlas durará para siempre.

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